La tía Margarita - Alfa y Omega

La tía Margarita

Eva Fernández
Foto: EFE/EPA/Riccardo Antimiani

Seguro que usted también la ha visto. Era aquella funcionaria que le resolvió una gestión complicada. Y esa profesora que siempre le vio hada cuando todo apuntaba a que iba a hacer de árbol en la función del colegio. Quizá la persona más importante que conoceremos no será un premio Nobel ni un presidente de Gobierno. Puede que sea una mujer como la tía Margarita. Marguerite Bays, la santa suiza a la que acaba de canonizar el Papa.

Me llamó poderosamente la atención que Francisco se fijara especialmente en ella para destacar que esta costurera «nos revela qué potente es la oración sencilla, la tolerancia paciente, la entrega silenciosa».

Es una suerte que en nuestro camino exista una tía Margarita a quien imitar. En la pequeña aldea de Sivierez llevó una vida aparentemente anodina y normal. Aprendió el oficio de costurera y desde los 15 años ayudó a sacar adelante a los suyos, una familia de campesinos en la que no resultaba muy fácil la convivencia. Su hermano mayor se casó con Josette, que le hizo la vida imposible. Detestaba que dedicara tiempo a dar catequesis, a rezar y a visitar a los enfermos en lugar de trabajar en la granja. Eso sí, cuando llegó la enfermedad, la única persona que estuvo a su lado hasta el final fue tía Margarita.

Siempre tuvo claro que su papel era estar ahí, junto a su familia. Nunca quiso hacerse religiosa. Entró a formar parte de la familia franciscana como terciaria para subrayar que era precisamente entre zurcidos, recosiendo bajos de pantalones y ayudando a quien la necesitara como quería pasar el resto de su vida. Para su familia fue un puntal. Una hermana tuvo que regresar a casa tras un matrimonio fracasado. Otro terminó en la cárcel y fue un escándalo. Y para rematar apareció de repente un sobrino ilegítimo, de cuya educación se ocupó expresamente la tía Margarita.

Pero no todo fue anodino. En 1853 la operaron de un cáncer intestinal muy agresivo. Ella pidió a la Virgen su curación para poder seguir trabajando y el 8 de diciembre de 1854, mientras se proclamaba el dogma de la Inmaculada Concepción, se sintió curada. A cambio le aparecieron los estigmas de la cruz, de los que enfermaba misteriosamente los viernes y en Semana Santa. El obispo envió a un especialista ateo, que no encontró ninguna explicación científica. El día que murió, todos tuvieron la certeza de que habían convivido con una santa.

Los milagros que le han llevado a los altares también son muy de andar por casa: un alpinista sobrevivió a una caída y un una pequeña, de 22 meses, sobrevivió sin secuelas tras ser atropellada por el tractor de su abuelo.

Los santos casi siempre pasan inadvertidos. Su gran lección es que siempre lucharon. Sin rendirse. Eso es lo que convierte en santos y lo que hace grande a todas las tías Margaritas que bregan por el mundo.