«Vivir en un campo de refugiados es tener que sobrevivir todos los días» - Alfa y Omega

«Vivir en un campo de refugiados es tener que sobrevivir todos los días»

A 30 kilómetros de la frontera con Sudán del Sur, el campo de refugiados de Palabek acoge a 50.000 personas. Allí, seis misioneros salesianos han puesto en marcha una escuela técnica y cuatro escuelas infantiles para formar a las personas que huyen de la guerra

Rodrigo Moreno Quicios
El padre Ubaldino Andrade baila con los refugiados de Palabek. A través de estas actividades han aparcado sus diferencias. Foto: Alberto López/Misiones Salesianas

«Durante la guerra mataron a mi tía. La violaron entre ocho hombres y le retorcieron el cuello hasta matarla», cuenta Gladys. Aterrorizada, esta refugiada de Sudán del Sur vendió sus pertenencias en la frontera para comprar la máquina de coser con la que ahora se gana la vida en el campo de refugiados de Palabek, en Uganda.

Allí, el salesiano venezolano Ubaldino Andrade intenta recomponer a las personas que huyen de la guerra y formarlas para que reconstruyan su país. «Hay unos traumas muy fuertes y la manera de superarlos es ofrecerles la posibilidad de vivir con dignidad», cuenta a Alfa y Omega durante su visita a España para presentar Palabek, refugio de esperanza, un documental sobre este campo de refugiados que se estrena el 17 de octubre.

«La gente tiene una gran confianza en que la guerra va a terminar y la situación va a cambiar. Todos tienen un gran deseo de regresar a Sudán del Sur y aprecian mucho lo que hacemos nosotros dándoles formación técnica», considera Andrade. Prueba de ello es el entusiasmo con el que Gladys, la única mujer apuntada al curso de mecánica, asiste cada día al aula acompañada por hombres. «Tengo que cuidar de mi hijo y, si ahora mismo no trabajo, no habrá quien le ayude», confiesa en el documental.

Acompañado por otros cinco salesianos de la India y las dos repúblicas del Congo, hace apenas dos años que Ubaldino Andrade llegó a Palabek, pero ya ha cosechado varios éxitos. Aparte del taller de mecánica, los religiosos han puesto en marcha otros de sastrería, construcción, peluquería y agricultura. Y los fines de semana organizan actividades deportivas y culturales para aliviar las tensiones y suavizar la convivencia entre refugiados, provenientes de más de 30 etnias diferentes.

«Al principio era muy duro, pero nos hemos adaptado y la gente nos ha acogido muy bien. Nos han ayudado a hacer la experiencia y ya hemos construido una escuela técnica (por la que pasan 750 alumnos cada semestre), cuatro escuelas preescolares y estamos en proceso de construir una escuela secundaria», cuenta el religioso.

Un campo con 50.000 refugiados

A 30 kilómetros de la frontera de Uganda con Sudán del Sur, el asentamiento de Palabek acoge en sus 400 kilómetros cuadrados a 50.000 refugiados. El 80 % de ellos son niños o mujeres, pues la mayoría de hombres jóvenes han muerto en la guerra. «Uganda es un país eminentemente acogedor y siempre con las puertas abiertas. Es una fortuna haber tenido esta oportunidad», opina Andrade.

No obstante, el país recientemente ha endurecido sus condiciones de acogida. «Recibimos una media de 300 personas por semana y la tierra está escaseando. Si miras el país, tenemos más de 1,2 millones de refugiados. El Gobierno no sabe cómo manejar ese número, por eso es un problema internacional, no solo de Uganda», explica en el documental Julius Kazuma, responsable de la Oficina del Primer Ministro en Palabek.

Una de las nuevas condiciones que Uganda exige para la acogida es que los campos de refugiados estén a un mínimo de 50 kilómetros de otras ciudades. En el caso de Palabek, la ciudad más cercana se llama Gulu y está a más del doble de esa distancia. «Es muy difícil llegar, sobre todo en las estación húmeda, cuando se inundan los caminos», explica Andrade.

Fruto de esta desconexión, la vida en el asentamiento es muy dura y el trabajo escasea. Especialmente durante los seis meses que dura la estación seca y la tierra no da de comer. «Cuando llegué hace un año al campo de refugiados algunos hombres me decían que la peor enfermedad que viven en el campo es el no saber qué hacer. Tienen hijos delante de ellos y no saben cómo ofrecerles algo mejor. Una salida es el alcohol, beber para olvidar lo que les está pasando», cuenta el salesiano.

Gladys es una de las 750 personas que cada semestre pasan por la escuela técnica Don Bosco que hay en el asentamiento. Foto: Alberto López/Misiones Salesianas

El nacimiento de una esperanza

Ubaldino Andrade no oculta la verdad: «Vivir en un campo de refugiados es tener que sobrevivir todos los días». Sin embargo, también subraya que allí se respira «un espíritu de superación muy fuerte». «Ves a las mujeres caminando 14 kilómetros para llegar a la escuela con su niño a cuestas porque valoran la educación muchísimo».

No son las únicas agradecidas a esta nueva oportunidad. Según el religioso, en el encuentro con estudiantes que los salesianos celebraron la semana pasada en Palabek, uno de ellos les decía: «Cuando llegamos, éramos miembros de diferentes grupos tribales y el espacio Don Bosco nos ha ayudado a mezclarnos y no tener más diferencias. Ahora somos solo uno».

Algo fundamental para un pueblo que, durante los últimos 30 años, siempre ha estado en guerra civil y ahora quiere construir un futuro mejor. «Es gente luchadora que en medio de las adversidades siempre busca otras posibilidades. No es una gente que se quede de brazos cruzados porque no hay agua o comida. Buscan y consiguen. Es una gente profundamente alegre, deseosa de compartir, hablar y gastar tiempo en las relaciones con los demás», sentencia el religioso.

Una guerra alimentada por el petróleo

A pesar del acuerdo de paz firmado en 2018 entre el presidente, Salva Kiir, y el líder opositor Riek Machar, la guerra continúa en Sudán del Sur. Este compromiso, que contempla la formación de un Gobierno de unidad hasta las elecciones de 2022, ha sido repetidamente violado por parte de milicias armadas. «Se ha vendido como un problema tribal, pero en realidad tiene que ver con quién tiene el poder. Quien controla el país tiene acceso al petróleo, los minerales y las riquezas», explica Ubaldino Andrade, misionero salesiano destinado al campamento de refugiados de Palabek, donde habitan 50.000 sursudaneses.

No es el único con esa opinión. Según la Comisión de Derechos Humanos que Naciones Unidas ha establecido en el país, detrás de estos ataques hay «petroleras transnacionales, controladas principalmente por intereses asiáticos, que han sido cómplices en las ofensivas militares del Gobierno de Sudán del Sur».

«Hay una complicidad internacional porque ese dinero y las armas vienen de alguna parte. A veces se encuentra que viene de cuentas en Europa», denuncia Andrade. Desde Estados Unidos, el propio Departamento de Comercio admite que varias multinacionales norteamericanas consiguen «ingresos sustanciales que, a través de la corrupción pública, se utilizan para financiar la compra de armas». Algo que, advierte el organismo, les hace correr el riesgo de asumir una «posible responsabilidad penal».
Como resultado, según señala Naciones Unidas «las zonas productoras de petróleo del país están cada vez más militarizadas por las fuerzas del Gobierno que han ampliado su participación en el sector petrolero». Y las personas que allí viven, sobrepasadas por la violencia, se han visto obligadas a huir a otros países como Uganda.

En este contexto de enfrentamiento, el Vaticano ha hecho grandes esfuerzos por lograr la paz en Sudán del Sur. Uno de sus últimos intentos tuvo lugar el pasado mes de abril, cuando el Papa convocó a Salva Kiir y el líder Riek Machar para celebrar un retiro espiritual en la residencia de Santa Marta. Allí, ante la mirada de representantes de otras confesiones como el arzobispo de Canterbury y el exmoderador de la Iglesia presbiteriana de Escocia, Francisco rompió el protocolo para besar los pies de los dos políticos y pedirles que buscaran una alternativa por la paz.