«El que se enaltece será humillado» - Alfa y Omega

«El que se enaltece será humillado»

XXX Domingo del tiempo ordinario

Daniel A. Escobar Portillo
La parábola del fariseo y el publicano, Barent Fabritius. Rijksmuseum, Ámsterdam (Holanda)

La página evangélica de este domingo profundiza en la importancia de la oración del discípulo de Jesucristo. Esta vez no se enfatiza tanto la necesidad en sí del hecho de orar. Tampoco se pone el foco de atención en la persona de Jesús como modelo y maestro de oración. Más bien, se sitúan en el primer plano las condiciones que se requieren a la hora de establecer un verdadero diálogo con Dios: la humildad, la petición de perdón y la confianza en el Señor. Al mismo tiempo, se presentan como contrarias a la religiosidad y a la experiencia de fe auténticas la soberbia y la exclusiva confianza en uno mismo.

El poder de la oración humilde

Como preparación del Evangelio, la primera lectura, del libro del Eclesiástico, recuerda que el Señor escucha la oración del oprimido. En continuidad con la Palabra de Dios del domingo anterior, se coloca como modelo de persona indefensa al huérfano y a la viuda, cuya plegaria «sube hasta las nubes […] atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino». Se destaca, pues, el valor de la una oración realizada desde la aflicción y necesidad verdadera. La prolongación y respuesta a este texto encaja bien con el canto del salmo: «El afligido invocó al Señor, y él lo escuchó». En este responsorio se presenta la súplica como un grito dirigido al Padre, cuya cercanía con los atribulados es reconocida. Él escucha esa súplica de modo inmediato y nunca permanece inoperante.

«No se atrevía ni a levantar los ojos al cielo»

La parábola evangélica nos presenta, en primer lugar, el ejemplo contrario: quienes «se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás». La narración que sigue aporta algunos detalles que confirman la autosuficiencia del fariseo. Aunque aparenta acción de gracias a Dios, no tiene nada que agradecer. Su oración consiste solo en un repliegue sobre sí mismo y en un insulto a sus hermanos, a los que llama ladrones, injustos y adúlteros. Por el contrario, al escuchar la descripción sobre el publicano retomamos inmediatamente las imágenes presentadas en el Antiguo Testamento acerca de la oración del indefenso. Hasta de modo físico se percibe claramente la actitud de humildad sincera y de petición de perdón del publicano. Mientras el fariseo oraba erguido y en una posición visible, el publicano no se atreve a levantar los ojos al cielo, se queda atrás y se golpea el pecho pidiendo compasión.

El reconocimiento de nuestra propia situación

La explicación que san Lucas realiza de la parábola del Señor provoca en el lector una inmediata toma de posición, generando una apreciable antipatía frente al fariseo. Sin embargo, no podemos pasar por alto que si la actitud del fariseo es despreciable, no lo es únicamente porque se crea superior al resto de personas y las juzgue. Lo penoso de quienes comparten la actitud del fariseo es que viven en un engaño: el de pensar que toda su vida, incluyendo sus prácticas religiosas, depende exclusivamente de sus facultades. Quien así se posiciona, elimina en la práctica a Dios de su vida, considerándose a sí mismo como su único Dios y Señor. La consecuencia de esta visión será la completa ausencia de culpa ante sus acciones. Y a quien cree que nada hace mal, tampoco nada le puede ser perdonado. Por suerte, el Evangelio personifica en el publicano la verdadera religiosidad con nitidez. Su oración no es complicada; únicamente una breve petición: «¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador». Aun así, o precisamente por esto, este bajó a su casa justificado. Es perdonado solo quien reconoce su culpa. Su petición de perdón es el reflejo de su honda fe y de cómo está dispuesto a dejar entrar a Dios en su vida. Por eso, nunca debemos temer acercarnos a Dios con la actitud del publicano, porque seremos justificados. De lo contrario, es imposible establecer un diálogo y una relación con Dios, puesto que todo comienza y termina en nosotros mismos.

Evangelio / Lucas 18, 9-14

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás: «Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».