La calle de los Abades - Alfa y Omega

La calle de los Abades

Concha D’Olhaberriague
Foto: Laura G. Alonso

En el barrio de Lavapiés, cerca de Cascorro, hay una calle corta llamada de los Abades. Sin embargo, no piensen ustedes que hubo allí antaño una abadía o que en ella habitó algún abad. Es cierto que con frecuencia los topónimos de las calles del viejo Madrid nos hablan de instituciones desaparecidas; pero, en este caso, el airoso azulejo de Ruiz de Luna nos aclara que Abad es el apellido de dos hermanos, los hidalgos Rodrigo y García, junto a cuyos nombres vemos dos bastones de mando en aspa. La calle aparece ya con esta denominación en el valioso plano de Texeira del 1656.

El plural de un apellido es un uso coloquial con larga tradición. Lo vemos, por ejemplo, en Moratines, calle dedicada a los escritores Nicolás y Leandro F. Moratín, padre e hijo. Ambos hermanos, acaudalados y piadosos, fueron regidores de la Villa y tenían su opulenta morada, provista de jardín y huerta, en ese lugar, tan distinto hoy en día, con sus callejuelas asimétricas propias del trazado mudéjar. Rodrigo y García, cuentan las fuentes, eran generosos en extremo y socorrían copiosamente a los indigentes que vivían por el arrabal cercano.

En una ocasión, como les llegó la noticia de que el caballero don Diego de Vera tenía la intención de erigir en los aledaños de su mansión un oratorio para el culto de los vecinos, se apresuraron, solícitos, a colaborar con una buena aportación. La obra fue concluida en 1612. Tres décadas más tarde, el padre Plácido Mirto fundó allí un convento de la Orden de Clérigos Regulares, conocida popularmente como teatinos por derivación de Teate, nombre latino de la ciudad de donde era obispo uno de los colaboradores de san Cayetano de Thiene, cofundador de la orden, de quien toma la advocación la iglesia.

De aquel conjunto conventual, ha llegado hasta nosotros solo una parte: la iglesia de San Cayetano de la calle de Embajadores.

Fue Pedro de Ribera quien continuó en 1722 las obras que estaban a cargo de José Benito Churriguera. A ellos se debe la fachada en granito, con pilastras, hornacinas para las imágenes, ventanas y óculo.

En esta iglesia tan castiza y popular, llamada desde el XIX de San Millán y San Cayetano, está la tumba de Ribera, uno de los arquitectos más representativos del último barroco madrileño.