Ayuda a la Iglesia - Alfa y Omega

Hoy comienzo pidiéndote ayuda para la misión de la Iglesia y, ya desde el inicio de mi carta, te doy las gracias. Piensa lo que es para esta humanidad. Una vez más descubre y vive que tú y yo hemos sido llamados a la pertenencia eclesial; somos miembros de la Iglesia, a veces en dormición, pero la Iglesia se convirtió en nuestra Madre y Maestra. ¿Quién te dijo que eres hijo de Dios y hermano de todos los hombres? ¿Quién te dijo que la plenitud pasa por amar a Dios y al prójimo? ¿Quién te descubrió que has de ser servidor de todos? La Iglesia cuida, alimenta y nos enseña lo mejor de nuestra existencia. En la Iglesia hemos recibido la Vida de Cristo por el Bautismo, que nos lanza decididamente a anunciarla con obras y palabras. Esa vida que nos hace decir como san Pablo: «No soy yo, es Cristo quien vive en mí».

Ha sido en la Iglesia donde hemos conocido más y más a Jesucristo y en su contemplación y conocimiento nos hemos sentido enviados a anunciar el Evangelio. Y hemos salido a hacerlo entendiendo que Cristo da la Vida, entrega la Salvación, nos capacita para ser hermanos de todos los hombres porque somos hijos de Dios. ¡Qué dimensiones abre a nuestra existencia el conocimiento de Jesucristo Nuestro Señor! De Él hemos recibido todo, de Él recibimos la gracia y el envío para predicar. Pregonar el Evangelio de Cristo en los caminos donde nos encontremos, confesar en el gozo del Espíritu Santo que «Cristo ha resucitado verdaderamente y que en su humanidad glorificada ha abierto el horizonte de la Vida eterna para todos los hombres», es la noticia más bella, más grande, más importante que hemos de dar. Además, conscientes de que esto cambia la humanidad, nos hace humanos de verdad y construye siempre puentes entre los hombres, elimina distancias, nos vierte al diálogo y al entendimiento, nos pone en la dirección de construir la cultura del encuentro. No se trata solo de palabras, aunque estas sean necesarias, sino también de obras, que convencen y vencen toda clase de resistencias.

Hemos de ser agradecidos por todas las personas que, a través de nuestra vida, hicieron posible que conociésemos a Jesucristo, que caminásemos con todos los creyentes movidos por la esperanza que viene de Dios y que se ha revelado en Jesucristo. Qué fuerza tiene que la Iglesia sea «casa y escuela de comunión» (NMI 43). Nuestra ocupación y preocupación es por todos los hombres. No hacemos proselitismo, sino que deseamos evangelizar, poder entregar una Buena Noticia. Recordemos a personas concretas, a los más inmediatos y cercanos a nosotros, nuestros padres, abuelos, sacerdotes, catequistas, educadores y amigos, todos ellos tan vinculados a nuestra vida en sus diversas etapas, a todos los acontecimientos de nuestra existencia cristiana. Todo ello fraguó una manera de ser y de entender la vida desde la comunión con Nuestro Señor Jesucristo. Hemos sido unos privilegiados al saber hacer de nuestra propia persona, «casa y escuela de comunión»; que nos ha permitido abrir las puertas de nuestra vida a todos los hombres, no hacer sentir extraño a nadie porque todos son nuestros hermanos, alimentando la fe y la adhesión a Cristo y a su Iglesia en nuestra vida. ¿No te parece que ayudar a la Iglesia en todas las partes donde se encuentre es un deber?

Doy gracias a la Iglesia porque, allá donde está, encuentro acogida, fe en Jesucristo y capacidad para alimentar mi vida de sabiduría evangélica. Así puedo formular pasos hacia una vida plena y para dársela a los demás, con pasión por la comunión. Los diversos caminos que recorremos en la vida y por los que entramos nos enriquecen, conocemos personas de ideas diferentes y nos ponen en contacto con los más diversos problemas de la vida. Pero, al mismo tiempo, sentirnos acogidos en la Iglesia nuestra Madre nos hace conservar la paz y el equilibrio, apreciando las cosas en su justo valor, viendo y preocupándome más de lo que une que de lo que separa. ¡Qué fuerza, belleza y trascendencia para la vida tiene mirar a la humanidad y todo lo que acontece en ella desde arriba, tal como nos invita a hacerlo la Iglesia en nombre de Jesucristo! Es decir, mirar desde una luz más alta que es la que viene de Dios y que hemos conocido en Jesucristo, donde se descubren razones de unión, de amistad, de concordia, de excusa, de comprensión, de no mirar con ojos de enemigo pues siempre provoca a vivir en la discordia, desde lo que separa y opone. Miremos como miró Jesús: ve el rastro de Dios en todos y en todo.

Para este momento histórico que nos toca vivir, asumir la misión de discípulo misionero requiere tomarnos en serio, como lo hizo María, su Madre y nuestra Madre, que «la puerta viva que es Cristo permanece más abierta que nunca para las generaciones del nuevo milenio» (NMI 59). Digamos con fuerza, solemnidad y humildad que Cristo es la esperanza del mundo. Aquí se inscribe la misión de la Iglesia: difundir su Evangelio hasta los confines de la tierra. En medio del mundo, los cristianos tenemos que ser portadores de ese testimonio pascual y escatológico, que tiene su culminación en la Eucaristía, memorial de la muerte del Señor y anuncio de su vuelta gloriosa. Pedro, en nombre de todos, dijo un día en el monte de la Transfiguración: «Señor ¡qué bien estamos aquí!». Es hermoso apostar la propia existencia por Aquel que no solamente es la Verdad en persona, que no solo es el Bien más grande, sino que es el único que revela la belleza divina de la que el corazón del hombre tiene una profunda nostalgia y una intensa necesidad. Digo esto porque estoy convencido de que no basta deplorar y denunciar las fealdades; no basta, en este mundo nuestro desencantado, hablar de deberes, de programas, de exigencias… Es preciso hablar como lo tiene que hacer la Iglesia en nombre de Jesucristo, con un corazón cargado de amor compasivo y misericordioso, que hace experimentar la caridad, que da con alegría y siempre suscita entusiasmo. Es preciso irradiar la belleza de lo que es verdadero y justo en la vida, porque solo esta arrebata verdaderamente los corazones y los dirige hacia Dios. A la humanidad, la Iglesia le enseña a subir a la montaña y a tener la experiencia de la belleza suprema que es la Trinidad Santa y volver a decir todos juntos, también como Pedro, «¡Qué bien estamos aquí!», para poder escuchar esas palabras salvadoras: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle». Y así oír y experimentar que el Señor me toca y me dice como a los primeros: «Levantaos, no tengáis miedo». Ayuda a la Madre Iglesia.

Sacerdotes, gracias porque, movidos por la esperanza que viene de Dios y se ha revelado en Jesucristo, vivís comprometidamente en el servicio de todos los hombres, con una preferencia por los que son más débiles y enfermos. Admiro vuestra generosidad y tenacidad.

Seminaristas, sois esperanza para el pueblo y para la Iglesia. Os invito a crecer y a fortalecer vuestra vida en este proceso de formación desde una comunión afectiva y efectiva con la Iglesia. Es la única manera de ser hombres del Señor, portadores de esperanza, creadores de futuro desde Dios y servidores de la Iglesia fundada por Jesucristo.

Miembros de la vida consagrada, por vuestra consagración, sois expresión viva del admirable desposorio fundado por Dios que es signo del mundo futuro; sois iniciativa de Dios. Que ninguna otra profesión o competencia pueda nunca suplantar ni suplir a esta que en vuestra vida es primera, que consiste en seguir radicalmente a Jesucristo. Creed en el Señor con fe viva, imitadle en sus actitudes vitales, revivid las dimensiones más esenciales de su proyecto de existencia.

Laicos cristianos, os admiro y os convoco a tener una presencia viva y activa en medio del mundo, sin disimular ni esconder que sois cristianos, una presencia confesante en vuestras familias, en vuestra profesión, en vuestros compromisos con la sociedad. Mostrad con vuestro testimonio público el aprecio que los discípulos de Cristo tenemos a la vida desde su concepción hasta su término, el amor a la familia cristiana que encuentra el icono donde mirarse en la familia de Nazaret, dad un sí a la familia como primera célula de la esperanza en la que Dios se complace hasta llamarla a convertirse en «iglesia doméstica». Comprometeos cada día más en las causas humanitarias, en la vida económica, social, cultural, política, con el humanismo verdadero que nos entrega Jesucristo. Haced este compromiso siempre, sin perder la especificidad cristiana que engendra vuestra comunión viva con la Iglesia de Jesucristo organizada tal y como Él mismo la quiso. A los cristianos que trabajáis en los medios de comunicación social, tened el coraje, que no está exento de riesgos, de hacer obra de verdad al servicio de la opinión pública. Sois muy necesarios: anunciad el Evangelio con la misma nobleza que lo hizo el primer comunicador. A los hombres y mujeres que os dedicáis a la ciencia, a la investigación, a la enseñanza y educación, al servicio de los otros en el campo que fuere, tened presente siempre las medidas del hombre verdadero que se ha manifestado en Jesucristo. Alabo la audacia de los hombres y mujeres de empresa para crear empleo y para quienes más lo necesitan, entre los que se cuentan los más jóvenes. Que la creatividad de los que se dedican al arte sea provocadora de construcción de paz y de enriquecimiento de todas las dimensiones de la vida humana.

Queridos niños y jóvenes, os llamo a un compromiso y a mantener la misma conversación, a la que el Santo Padre Francisco os llamó desde el inicio de su ministerio, a tomar en serio el supremo mandato del amor: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo» (Lc 10, 27). Este mandato requiere jóvenes fieles y profundos, generosos y alegres, revestidos de la fortaleza del Espíritu y audazmente comprometidos con el Señor y con la historia. Requiere jóvenes que crean que la paz es posible porque es posible el amor, y que el amor es posible porque Dios es Amor. El gran drama de esta historia es la desesperanza y esta proviene de la ambigüedad con la que vivimos. Tened coraje para entrar en este proyecto; sed operarios de paz y sembradores de esperanza. Hoy hay más hambre y sed de Dios y de oración, más sensibilidad por los derechos de la persona humana y los valores de la libertad y de la justicia. Os invito a hacer una aventura apostólica vivida en comunión con Jesucristo en la Iglesia fundada por Él. Los niños y los jóvenes sois esperanza de futuro.

Subir las escaleras de la catedral para visitar a nuestra Madre la Virgen de la Almudena es una necesidad para encontrarnos con todos los hombres. Ella es prototipo de discípula misionera. Ser cristiano está inseparablemente unido a María. ¿Cómo un pastor no iba a comenzar siéndolo precisamente donde todos, sean quienes sean y piensen lo que piensen, se unen y se encuentran? La Virgen María abrió plenamente sus brazos y su corazón para acoger la plenitud de Dios y por eso es el modelo de todo hombre y mujer.