«Un Dios de vivos» - Alfa y Omega

«Un Dios de vivos»

XXXII Domingo del tiempo ordinario

Daniel A. Escobar Portillo
Una mujer en oración ante Cristo resucitado en una iglesia de Calcuta (India). Foto: CNS

Se acerca el final del año litúrgico, realidad que se refleja en la Palabra de Dios de estos días de un doble modo. En primer lugar, las escenas de la vida de Jesús se sitúan en Jerusalén y, en concreto, en el ámbito del templo, ya que estamos ante los últimos episodios que san Lucas relata de la vida pública del Señor. En segundo lugar, esta perspectiva final afecta a la temática de los pasajes evangélicos, que insisten de modo particular en plantear cuestiones vinculadas con el final de los tiempos y la consiguiente necesidad de estar preparados para ese momento. Es este el contexto en el que encontramos a Jesús dirigiéndose a los saduceos, de los cuales Lucas se limita a constatar que «dicen que no hay resurrección». Los saduceos constituían uno de los grupos religiosos en tiempos de Jesús que, junto con los fariseos, estaban ampliamente presentes en el mundo sociopolítico-religioso de Israel. Los saduceos eran conocidos por oponerse a la creencia en la resurrección de los muertos. La pregunta que nos planteamos, pues, es si este dogma era un principio incuestionable entre los judíos.

El progresivo asentamiento de la creencia en la resurrección

La afirmación de la resurrección de la carne, tal y como nosotros la confesamos en el credo, aparece tardíamente en el ámbito hebreo, en torno al siglo II antes de Cristo. Al igual que otras religiones del entorno, el judío pensaba que existía una cierta perdurabilidad de la vida más allá de la muerte, pero de un modo difuso y, sin duda, alejado de la concepción de la verdadera vida que nosotros anhelamos. A los muertos se les situaba en el sheol, el lugar de los muertos o los infiernos (lugar al que desciende el Señor tras su muerte, tal y como confesamos en el credo, y que no debe ser confundido con el infierno, en singular, como situación de tormento). Así pues, hasta un periodo tardío, la muerte era considerada una ruptura irreparable. Esta visión, no era, sin embargo, absoluta, puesto que en el Antiguo Testamento se encuentran pasajes como el salmo 15, que afirma «no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción». También el episodio de la ascensión de Elías, llevado al cielo de modo milagroso, se ubica en la línea de la esperanza de poder alcanzar una vida con Dios plena y no simplemente difusa o sombría. La primera lectura de este domingo, del segundo libro de los Macabeos, supone la consagración de esta novedosa perspectiva en una época trágica de Israel. Ante los tormentos a los que son sometidos los judíos que no estaban dispuestos a renegar de su fe, los hermanos macabeos, aunque saben que van a morir, tienen la convicción de que Dios les va a recompensar con una resurrección gloriosa. Si morían por amor a Dios, el Señor intervendría dándoles la vida eterna. Con la expresión «el Rey del universo nos resucitará para una vida eterna» se plasma la confesión de fe en esta realidad.

«Para él todos están vivos»

Ante la pregunta capciosa que lanzan al Señor en el pasaje evangélico de este domingo, Jesús rebate el argumento de los saduceos señalando la naturaleza de la vida eterna: una vida donde «no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio». De este modo se muestra que estamos ante una vida plena, pero de naturaleza diferente a la actual. No es posible pensar en la vida eterna como en un retorno a la vida tal y como la conocemos. Son, por lo tanto, inútiles los intentos por tratar de explicar el modo concreto de la vida eterna, salvo saber que se trata de una vida completamente nueva junto con Dios. Además, el Evangelio afirma que para Dios todos están vivos, incluso los que para nosotros están muertos. En suma, se nos plantea el destino último de la vida, que no es la muerte, sino la vida verdadera. Esta vida divina no se recibe de la nada tras la muerte, sino que en la medida en que hemos sido incorporados a Cristo, ya la hemos recibido.

Evangelio / Lucas 20, 27-38

En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús: «Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer, pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y dé descendencia a su hermano”. Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron cono mujer». Jesús les dijo: «En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección. Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».