Misionero en Japón - Alfa y Omega

El 6 de agosto de 1945, la primera bomba atómica lanzada contra una ciudad mató en un día a 70.000 personas, la mitad de las que morirían hasta el 31 de diciembre tras horribles sufrimientos por las quemaduras y la radiación. Tres días más tarde, el 9 de agosto, el asesinato masivo de civiles se repitió en Nagasaki con un número similar de muertos, unos 70.000 en la primera jornada.

Jorge Bergoglio, que entonces tenía 11 años, no podía imaginar que a los 29, ya como jesuita, pediría al padre Arrupe –superviviente de Hiroshima– ir como misionero a Japón.

En el colegio de la Inmaculada, en Santa Fe, el superior general le respondió: «Usted tuvo una enfermedad de pulmón, eso no es bueno para un trabajo tan duro» y, además, «no es tan santo como para convertirse en misionero». Aún así, comenzó a descubrir su valía, hasta nombrarle jovencísimo provincial de los jesuitas de Argentina en 1973.

El padre Jorge llegaría por fin a Japón en 1987 para visitar a jesuitas argentinos, pero su deseo de ser misionero en el Lejano Oriente empezó a cumplirse tan solo en 2014, ya como Papa, en el viaje a Corea del Sur. Continuaría en 2015 con un periplo a Sri Lanka y Filipinas, al que seguiría, en 2017, otro a Myanmar y Bangladés. Ahora es el turno de Tailandia y Japón.

El Papa sigue los pasos del gran misionero jesuita Francisco Javier, quien desembarcó en Kagoshima –200 kilómetros al sur de Nagasaki– en 1549, y evangelizó esas tierras, con grandes dificultades, durante dos años.

La crucifixión de los mártires de Nagasaki en 1549 marcó el inicio de dos siglos y medio de persecución durante la cual, en ausencia de sacerdotes, los cristianos escondidos laicos mantuvieron clandestinamente la fe.

En abril de 2013, el Papa comentaba que «cuando los misioneros regresaron, se encontraron una comunidad viva en la que todos estaban bautizados, catequizados y casados por la Iglesia. No había sacerdotes. ¿Quién había hecho todo esto? ¡Los bautizados!».