El espíritu y la carne - Alfa y Omega

En los meses en que se iniciaba la derrota de las tropas alemanas en el frente oriental, a fines de 1942 y comienzos de 1943, un grupo de jóvenes dirigido por los hermanos Hans y Sophie Scholl distribuyó en la universidad de Múnich unos panfletos firmados por La Rosa Blanca. Uno de los argumentos utilizados en aquellas hojas clandestinas, que acabarían costando la vida a sus autores, fue la oposición a cualquier forma de determinismo biológico. Los hermanos Scholl proclamaban, contra la propaganda hitleriana, que la fortaleza de la persona no se hallaba en su salud física, sino en su profundidad espiritual. Un hombre o una mujer enfermos, despreciados por su fragilidad orgánica en un régimen que siempre proclamó la primacía de la materia, de la sangre y de la raza, podían disfrutar de un admirable impulso anímico muy superior a quienes carecían de cualquier cosa que no fuera vigor corporal y fuerza bruta. La tradición humanista cristiana y la herencia de la Ilustración eran presentadas como recursos últimos, en un mundo y una nación que habían enloquecido y renegaban de sus raíces.

Poco antes de que llegara esa experiencia amarga al corazón de Europa, Stefan Zweig había escrito La curación por el espíritu, iniciándolo con una reflexión fundamental. La enfermedad que parece romper el orden natural de las cosas implica siempre un gran interrogante lanzado al universo. Quienes gozan de salud pueden esquivar en su rutina diaria lo que quienes sufren no pueden obviar: la espantosa contradicción de haber sido creados con inteligencia para imaginar y desear la felicidad, y la constatación de que esa prerrogativa puede volverse en contra nuestra. No somos el cuerpo que sufre solamente. No somos el organismo puramente material que es golpeado por la frialdad de unas reacciones bioquímicas. No somos un animal desconcertado que es idéntico a su dolor. Somos esa voluntad humana libre y ávida de eternidad que contempla su deterioro, analiza su dolor, teme la destrucción del cuerpo donde habita. Y somos, como bien señalaba Zweig, quienes convertimos ese trance en una experiencia religiosa, que nos vincula de un modo especial al sentido que nuestra fe proporciona al universo.

Encarnarse para vivir y morir

En esa situación de quiebra orgánica, en efecto, sentimos la extraña dualidad de nuestra naturaleza. Aspiramos a la eternidad, a sabiendas de que solo podremos alcanzarla a través de la vida y, por tanto, a través de la muerte. Portadores de la trascendencia gracias al amor del Creador, parecemos olvidar la forma en que lo carnal y lo espiritual se integran en nuestra experiencia, aunque el mismo Jesús sea el más vigoroso y radiante ejemplo de esa unión. Dios se hizo hombre para hacer posible nuestra salvación, y vivió entre nosotros compartiendo todo aquello propio de una existencia humana. Esa era la condición impuesta por el propio Padre para otorgarnos la redención. Encarnarse, para vivir y para morir. Encarnarse para ofrecer un mensaje de amor, de esperanza, de limpia alegría: el que nos permite vivir dedicando a Dios la exigente rectitud moral de nuestro compromiso en este mundo. Encarnarse para indicarnos cómo debe ser nuestra vida y cuál es el valor de nuestra esperanza, algo que nos resultaría difícil si Jesús no hubiera sido Dios y hombre al mismo tiempo.

Todas las religiones han querido transmitir una relación especial con las divinidades a quienes se atribuye la creación del mundo. El cristianismo hizo hombre a Dios, en un grandioso gesto de misericordia; Jesús nos salvó con su existencia terrenal de tal forma que nuestra fe arranca de esa vida compartida con nosotros. Nuestra esperanza brota a los pies de la Cruz, el gran símbolo en el que nos reconocemos, pero solo porque tras la agonía y la muerte se encuentra la Resurrección.

Jesús no vino solo a vivir y a morir. Nos fue dado para indicarnos el camino de la eternidad, de lo que nos aguarda tras haber sabido disfrutar del don inmenso de una existencia de hombres a los que la Verdad ha hecho libres. Pero esa libertad tiene que asumirse en los momentos en que nuestra fe es puesta a prueba. Y no hay prueba más honda y difícil que la del dolor de una enfermedad devastadora, que aflige nuestro cuerpo o el de un ser amado. Imponer la victoria del espíritu no es fácil: nuestra carne se queja, nuestro organismo se subleva, nuestra sangre golpea con la fuerza de una protesta íntima alzada ante nuestro Creador.

En tales momentos, hay que pensar en Jesús crucificado, y en su inspirador regreso de la tumba, en su gloriosa Resurrección que habrá de reiterarse en la nuestra. Cercano el día de la Inmaculada Concepción, de tanta solera en España, la nación que más batalló por el reconocimiento universal de ese dogma, recemos a la Virgen María, Madre de Dios, Madre de Jesús, que expresó en sí misma el don de nuestra existencia y el misterio de nuestra alma inmortal. Recordemos con fervor el milagro que hizo carne del Espíritu, el acto de Dios que depositó la semilla de la eternidad en la abnegada entrega de María. Madre de Dios, ruega por nosotros, ahora y en la hora de nuestra muerte.