La partida - Alfa y Omega

A veces la vida se parece a una partida de Risk. Entre risas y pullazos, el amigo de al lado –pongamos que se llama Ignacio– va ganando batallas y haciéndose con todo el mundo a su paso. De repente, sin saber muy bien por qué, ese amigo se levanta y se va, dejándote tirado con mucha partida por jugar. Uno no entiende nada o no sabe si no quiere entender, incluso se enfada y desliza un «¡vaya liante!»; pero todavía alberga la esperanza de que su amigo aparezca como ha aparecido siempre, pida un cigarro con la promesa de devolverlo, empiece a jugar con él entre sus manos y cuente alguna de sus aventuras. Al final, rodeado de otros rostros igual de desencajados, uno empieza a darse cuenta de que quizá Ignacio se ha cansado de tanta batalla. Quizá lo ha llamado nuestra Madre para que vaya a descansar junto a ella, bajo su manto sagrado.

Uno se lo imagina allí arriba, donde puede reírse con el mismo estruendo con el que se ha reído siempre, pero ya no tiene que acallar su dolor. Es probable que ya haya hecho alguna de las suyas. Puede que ya haya montado un negocio de zapatos y haya colocado un par de sandalias nuevas a una docena de ángeles. Igual incluso llama Pedroclinqui o Mesié-el-de-la-porte a san Pedro, y ha conseguido que éste le dé una copia de las llaves, y ahora enseña apartamentos con paredes azul cielo a los recién llegados. Seguramente, él se ha reservado una casita con vistas a su mundo, preocupado por todos los que siempre le hemos preocupado y seguimos aquí abajo.

Desde ese lugar privilegiado, controla qué pasa en Ponzano, en Abascal y cerca de Segovia; echa un ojo a su familia, a sus primos y a sus hermanas. Vela por su jefa, por su pequeña doctora y por sus amigas especiales en todas las acepciones. Vela también por los amigos que hizo en el colegio, la universidad, Lourdes o Sangenjo; contempla una cena de los viernes y ve a su núcleo duro recordando que nunca habrá forma de pagar el regalo que fue tenerlo a nuestro lado y compartir batallas y batallitas con él… Y mientras, seguro que Ignacio anda silbando o cantando algo en un inglés macarrónico. Porque la muerte no tiene la última palabra. De igual forma que nadie podía tener la última palabra cuando discutía con Morita. Tras las lágrimas de estos días, aquí seguiremos discutiendo. Y riendo. Y soltando pullazos. Pero siempre tendremos la extraña sensación de que nuestro amigo debería aparecer en cualquier momento, y recordaremos todo lo que vivimos con él.

No te olvidamos, Ignacio.

No lo olvidemos.

[Ignacio Mora Ortiz de Solórzano falleció el pasado 13 de junio, fiesta del Inmaculado Corazón de María, a los 27 años de edad]