El temor se vuelve esperanza - Alfa y Omega

El temor se vuelve esperanza

Los habitantes de la región de Itaguá, en Paraguay, al principio, eran reticentes a que se construyera una residencia para menores delincuentes. Hoy viven allí 24 chicos plenamente integrados en el vecindario. En Itaguá aprenden y juegan juntos jóvenes infractores y no infractores. Los propios jueces están asombrados. Pero no hay fórmulas mágicas. Tan sólo se precisan adultos dispuestos a compartir toda su vida junto a esos chicos. «Es la fe», explica el responsable del proyecto. La ONG Cesal, del movimiento Comunión y Liberación, ha puesto en marcha una campaña para la edificación de una escuela primaria y secundaria para estos muchachos

Catalina Roa

Construyendo un bien para todos es el título de la campaña de CESAL, presentada en Madrid el 15 de diciembre por Pedro Samaniego, director del centro de acogida de menores Virgen de Caacupé, y uno de sus educadores, Feliciano Colina. La casa original se ha ampliado con un centro de formación técnico profesional y una escuela socio-deportiva. Así se ha formado todo un complejo al que ahora se pretende sumar la escuela primaria y secundaria.

Pedro cuenta que la formación de este complejo es una historia de gracia. Todo comenzó cuando él, junto a otros amigos, comenzaron a frecuentar un correccional en Asunción, un lugar sumamente inhumano. Los menores infractores querían continuar la relación con sus visitantes después de cumplida su condena. Al salir de la cárcel encontraban muchas dificultades para recuperar una vida normal. Así surgió la idea del centro de menores, que se construyó en 1999 en Itaguá, con el apoyo de la ONG Cesal y la AECID.

El centro albergó a 24 menores internos que allí podían completar su educación básica y recibir formación profesional después de su paso por la cárcel. Fundamentalmente se ofrecía a los chicos durante dos años un hogar, un ambiente normal, familiar, donde pudieran recuperarse de forma natural y se despertara en ellos el deseo de ser hombres de bien. Es su decisión: uno elige entre ser feliz o infeliz, la casa o la cárcel, el paraíso o el infierno. Pedro hace hincapié la importancia de un ambiente familiar donde vivir esta aventura de la libertad. «La experiencia que hace resurgir a estos jóvenes es la experiencia de vida en común, la mayoría no tienen familias bien constituidas».

La educación aquí es paternidad

Una vez recuperado el deseo verdadero, se hace la propuesta de una vida buena, combatiendo el hábito malo con el hábito bueno, el desorden con el orden, el descuido de las cosas con el cuidado; fomentando la conciencia de que la vida de cada uno tiene un valor, de que cada uno es querido. Para acompañar en este proceso se precisan adultos que, comprometidos en primer lugar con la seriedad de su propia vida, se consagren esta labor. Un acompañamiento paciente, gratuito, que no deja solos a los adolescentes ni siquiera en la sanción: «Somos nosotros quienes nos sancionamos, cumplimos la sanción con ellos… La educación es una paternidad, un repetir constante con mucha paciencia y mucho amor». Es a esto a lo que entrega diariamente su vida Pedro Samaniego, habiendo abandonado para ello su trabajo de contable.

¿Ustedes se pelean?

Una vez puesto en marcha el centro, lo visitaron miembros del poder judicial, que conmovidos por lo que vieron, firmaron un acuerdo para que algunos adolescentes seleccionados para el programa pudieran cumplir su condena en Virgen de Caacupé. La novedad fundamental es que, a diferencia de la prisión, aquí no había rejas ni guardias. «La única custodia que nosotros hacemos con ellos es simplemente una compañía», dice Pedro. Muchos se asombran de que una experiencia así pueda funcionar. Desde las instituciones estatales intentaron una experiencia como la de Virgen de Caacupé y fracasaron en tres meses. Le pedían a Pedro su receta: «Nosotros somos 80 funcionarios que trabajamos en la cárcel y no bastamos para llevar adelante una experiencia como la tuya. ¿Cómo lo haces tú que prácticamente estás solo?» Pero no hay recetas. Sólo adultos que entregan su vida. Sujetos cristianos que generan un hogar. «Si los chicos sienten que en ese lugar son queridos, que es su casa, no tienen necesidad de volverse violentos».

Una psicóloga preguntó a los chicos: «¿Ustedes se pelean?» Todos los chicos respondieron que nunca se peleaban, quizá alguna rencilla, pero no tenían peleas. La psicóloga dijo a Pedro preocupada: «Tus chicos no se pelean, qué extraño». Samaniego contestó: «¿Y por qué tienen que pelearse? ¿Qué necesidad hay de que se peleen? Están bien».

¿Delincuentes peligrosos?

Los habitantes de la región de Itaguá al principio eran reticentes a que se construyera una residencia para menores infractores en la zona. «Son delincuentes de alta peligrosidad. Terminó la paz en nuestro barrio», murmuraban. Pero Pedro se ocupó de que los internos colaboraran activamente en servicios comunitarios, y se terminaron ganando la simpatía y confianza de la comunidad. Hasta tal punto que muchas familias de la región pidieron a Pedro que sus hijos ingresaran en los talleres e incluso en la casa de acogida. De hecho hoy en el centro de formación profesional y en la escuela de fútbol hay más jóvenes de fuera que de la casa. Y el próximo proyecto es ampliar el complejo con la construcción de una escuela para la educación primaria y secundaria de los 24 jóvenes de la casa y más de 50 chicos del municipio de Itaguá. «Lo que al inicio era causa de temor ahora se vuelve un punto de esperanza para muchos. Los que huían ahora nos buscan».

Pedro reconoce que antes pensaba que el delito, el error nos define. Ahora no mira a los chicos por el delito o por el mal que hayan hecho, ni siquiera lo recuerda, ya pasó. Mira a cada chico con amor. «La mirada de la fe me hace ver natural lo que para otros es impensable… Los jueces me dicen: es que nosotros no tenemos tu coraje, Pedro, y otras cosas. Es la fe».