Homenaje a Juan Pablo II desde la economía - Alfa y Omega

Homenaje a Juan Pablo II desde la economía

Juan Velarde Fuertes
Juan Pablo II saluda a los obreros que trabajaban en un nuevo garaje en el Vaticano, en el Jubileo del año 2000

Para comprender las reacciones que tiene Juan Pablo II ante la economía, creo que es preciso plantear la cuestión con dos coordenadas. La primera parte del hecho de que el fallecido Pontífice era un centroeuropeo; concretamente, el sacerdote Wojtyla, como saben todos los filósofos y teólogos hispanos que se prepararon en Munich, fue un polaco con una fuerte formación intelectual germánica. Recordemos su diálogo sobre Husserl con nuestro Millán Puelles. La segunda, que resolvió una seria polémica en la doctrina social de la Iglesia. Por eso, todo esto es preciso ligarlo con el fenómeno del retroceso de la cultura latina en su proyección filosófica, desde el siglo XIX y hasta hoy, a favor de las culturas germana y anglosajona.

Esta cultura germana y anglosajona llega al pensamiento económico católico, en su vía ortodoxa, a través del mensaje de Eucken, en la Universidad Católica de Friburgo. En la heterodoxa, a través de la Escuela de Berlín o neohistoricista, así como a través de la Verein für Sozialpolitik, que, con el obispo Ketteler, explican buena parte de la primera orientación de la doctrina social de la Iglesia, la que va de León XIII y su Rerum novarum a Pío XI y su Quadragesimo anno; e incluso de la segunda, que transcurre desde los mensajes de Pío XII a las Constituciones del Concilio Vaticano II, colocados en lo que es la pura técnica de la economía, bajo el mensaje de Keynes.

El papel de Eucken en todo esto pasa a ser muy importante. No se entiende, si eliminamos a este gran economista, al que acompañan otras figuras señeras -sin ir más lejos, la de von Stackelberg, que a su vez es clave para comprender los puntos de vista españoles de la Escuela de Madrid-, la política económica iniciada en 1948 por Erhard, que no sólo produjo el milagro económico alemán, sino que sustituyó, en el centro de Europa, toda añoranza por el mensaje económico keynesiano, que poseía evidentes relaciones neohistoricistas, como admitía el propio Keynes en su prólogo a la traducción alemana de la Teoría General de la ocupación, el interés y el dinero, fechado en diciembre de 1936. También así se liquidaba el mensaje económico nacionalsocialista, tan relacionado con el neohistoricismo -basta, por ejemplo, citar a Werner Sombart- y que había evolucionado hacia radicalismos anticristianos evidentes. Sustituyó asimismo al mensaje socialdemócrata, que venía del revisionismo marxista de Bernstein, y que le llegaba a Erhard de la mano de su maestro Oppenheimer. En cambio, se enraizaba con una serie de pensadores muy relacionados con las posturas de la Iglesia católica. La relación Friburgo-Munich parece bastante evidente, y más de un artículo de Müller-Armarck o de alguna realidad derivada de la economía social de mercado germana se encaja muy bien con las raíces del pensamiento de Juan Pablo II, que así escapó de las tentaciones, no ya del neohistoricismo y sus secuelas, sino del keynesianismo y sus consecuencias preocupantes.

La culminación de todo esto se encuentra en la encíclica Centesimus annus. Por supuesto, también, no sólo en sus reticencias ante los planteamientos marxistas, porque éstos podían haberse derivado de la contemplación de la penosa situación de su patria, sino ante los de la teología de la liberación. El evidente impacto en ésta tanto del marxismo como del estructuralismo económico latinoamericano, a su vez influido con fuerza por el neohistoricismo, el marxismo y en alguna medida por el keynesianismo -basado a su vez en la ética de Moore-, crea, en lo económico, un conjunto colosal de incongruencias que, una y otra vez, rechazará Juan Pablo II. Este mensaje parece reposar sobre aquello que Karl Popper señalaba en su The poverty of historicism: «Nos encontramos a menudo con que el historicismo se alía precisamente con aquellas ideas que son típicas de la ingeniería social holística o utópica, como la idea de modelos para un Nuevo Orden o la de la planificación centralizada».

Así es como Juan Pablo II escapó de las tentaciones heterodoxas en lo económico, que tantas veces se deslizaron en documentos eclesiásticos, y encajará, de modo grandioso, la doctrina social de la Iglesia con la ortodoxia económica más depurada. Toda una serie de cuestiones -concretamente, la tolerancia con el historicismo- quedan así superadas. Sin ir más lejos, las críticas de Friedman a Keynes, o el recuerdo del combate de hayekianos y keynesianos, engarzan de modo perfecto con esta encíclica de 1991. El problema que agobiaba al gran economista francés, Paul Leroy-Beaulieu, sobre la imposibilidad de ligar el neoclasicismo con la doctrina social de la Iglesia, se ha esfumado. Pío XII ya había liquidado corporativismos peligrosos, a pesar de las áncoras de salvación arrojadas a los mismos por el gran Schumpeter, siempre respetuoso con las posturas de la Iglesia católica. Desde Juan Pablo II se entiende perfectamente que los miembros, la mayor parte no católicos, de la famosa Mont Pelerin Society, acudiesen al convento salmantino de San Esteban a poner una corona de flores en la tumba de Domingo de Soto, porque la Escuela de Economía de Salamanca, compuesta sobre todo por discípulos, en el terreno de la teología moral, de Francisco de Vitoria, vuelve a tener un puesto importante en el pensamiento social de la Iglesia. A Juan Pablo II se debe esa cómoda situación intelectual. La famosa Methodenstreit -o batalla del método-, que centra buena parte de la epistomología de la ciencia económica, queda así cerrada definitivamente, con el triunfo de la ortodoxia de los Marshall o de los Friedman, también en el seno de la doctrina social de la Iglesia.

Juan Pablo II, firma una de sus encíclicas sociales.

Recordemos que cuando Juan Pablo II decidió conmemorar el centenario del inicio de la doctrina social de la Iglesia por León XIII y su encíclica Rerum novarum, a su compañero de clase, el obispo Jorge Mejía, del Consejo Pontificio Justicia y Paz, el Papa le dijo: «Quizá convenga ver lo que dicen unos cuantos economistas». Los convocados, varios Premios Nobel de Economía, todos de gran altura, acudieron al Vaticano el 5 de noviembre de 1990. Como se señala en la biografía de George Weigel sobre Juan Pablo II Testigo de Esperanza, «después de una sesión matutina en la sede del Consejo, los economistas fueron llevados al Palacio Apostólico, donde Juan Pablo II ejerció de anfitrión en un almuerzo de trabajo. El obispo Mejía desempeñó el papel de moderador, pidiendo comentarios a cada uno de los economistas invitados. El profesor Robert Lucas recuerda que Juan Pablo II formuló preguntas con gran agudeza, aunque eso sí, educadamente… Después de la comida-debate con el Papa, los economistas regresaron a la sede del Consejo Justicia y Paz para reanudar las discusiones».

En mi viejo ensayo Reflexiones de un economista sobre la doctrina social de la Iglesia, contenido en el volumen preparado por la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas, acerca de la Centesimus annus (Colección Austral, Serie Pensamiento, 1999), recojo estas frases de la encíclica, que creo que son las que muestran la aceptación valiente por parte de Juan Pablo II del nuevo marco económico que había surgido: «En años recientes se ha afirmado que el desarrollo de los países más pobres dependía del aislamiento del mercado mundial, así como de su confianza exclusiva en sus propias fuerzas. La historia reciente ha puesto de manifiesto que los países que se han marginado han experimentado un estancamiento y retroceso; en cambio, han experimentado un desarrollo los países que han logrado introducirse en la interrelación general de las actividades económicas a nivel internacional».

Esta vinculación con el pensamiento ortodoxo serio se ve palpitar en la que podríamos denominar segunda acción definitoria del Papa Juan Pablo II: el eliminar esa fuente de caos religioso, cultural, político y económico que para toda la Europa central y oriental constituía la Unión Soviética. He ahí algo vinculado con la ideología, pero también con la praxis. Era fundamental el hundimiento de tan siniestra realidad, en la que, desde Lenin a Chernenko, se jugó con los seres humanos como si de cobayas se tratase, al experimentar con ellos la creación de una nueva realidad socioeconómica de signo colectivista. Por supuesto que mucho tiene que ver con ese final la guerra de las galaxias de Reagan y, derivado de ello, el informe de Basov a Chernenko de la imposibilidad material de seguir la galopada de ciencias y tecnología de los Estados Unidos, pero mucho también el alzamiento de pueblos y naciones sojuzgados por la Unión Soviética, al ser movidos por el talante de Juan Pablo II frente al mensaje comunista.

Claras ideas sobre economía y la destrucción de una quimera abominable se unen a la llegada al Vaticano de un Papa no italiano, del mundo eslavogermánico europeo. Desde la caída del Muro de Berlín, en torno a esta realidad se construye la Unión Europea. Disminuye en ella el peso de Francia; el británico siempre será secundario, y se alza, a pesar de su crisis, el germano. Eso es lo que significa el Tratado de Maastricht. Desde ahí es desde donde se construye la nueva Europa. El combinar la ortodoxia económica y sus complementos con el ingreso de los PECO (Países de Europa Central y Oriental) en el seno de la Unión Europea es algo que coincide con la culminación del pontificado de Juan Pablo II -un Papa polaco, no hay que olvidarlo-. Europa se está construyendo política, monetaria y económicamente en torno a estas ideas. Juan Pablo II las ha respaldado más de una vez y las negociaciones para la incorporación de su patria en ese ámbito de unión de Europa terminaron por dar un sentido nuevo a esta realidad comunitaria.

Entre los numerosos sellos indelebles que dejará este Papa no será precisamente lo menos importante el aclarar con nitidez la postura de la Iglesia ante estos importantes problemas económicos. Tampoco será posible ya volver a caminar en dirección a heterodoxias económicas dentro del ámbito de la ortodoxia de Roma. Fue un Pontífice de los que marcan una era.