Juan Pablo II, referente moral - Alfa y Omega

Juan Pablo II, referente moral

Agustín Domingo Moratalla

Juan Pablo II se ha convertido en una referencia moral indiscutible en la cultura contemporánea. En un tiempo que ha sido definido por algunos como era de la información, y que ha generado un tipo de sociedades que hemos llamado sociedades del conocimiento, la figura de Juan Pablo II se ha convertido en una referencia moral no sólo para la comunidad de católicos, sino para todas las comunidades religiosas que componen un planeta que ahora llamamos aldea global.

En este tipo de sociedades, no es fácil precisar por qué decimos que Juan Pablo II es una verdadera referencia moral. Para algunos, desempeña un papel parecido al que desempeña un capitán en los equipos deportivos; no es un simple jugador, tiene más empuje, más tesón y fuerza, bien para minimizar la derrota, para sacar fuerzas de flaqueza, para evitar la desmoralización de las personas, o simplemente para conseguir una victoria imprevista. Para otros, su liderazgo tiene un alcance político, trasladan a la Iglesia los mismos parámetros que se aplican a la teoría política, y nos presentan su liderazgo como si la silla de Pedro se consiguiera después de una dura campaña electoral, y como si el líder estuviera hipotecado con todo el equipo de campaña que le ha facilitado el poder. Tampoco faltan quienes piensan que su liderazgo es similar al de las grandes estrellas del rock, al de los grupos musicales que movilizan a millones de personas porque su música, sus ritmos y sus puestas en escena son espectaculares, vibrantes y emotivamente seductoras.

Estos días nos cansaremos de observar cómo Juan Pablo II se nos presenta como el mejor capitán, el mejor líder político o la mejor estrella del espectáculo que han podido tener los católicos de las últimas décadas. Cuando no sólo los católicos, sino el resto de confesiones religiosas, han considerado a Juan Pablo II como un referente moral indiscutible, no lo hacen por razones estratégicas, políticas o culturales, lo hacen porque su testimonio ha conseguido reinventar la identidad del catolicismo como fuente de valor y sentido para numerosas personas, comunidades y pueblos. Un testimonio que no se ha limitado a renovar los códigos con los que la tradición de la Iglesia transmitía la fe, que tampoco se ha limitado a renovar el significado de los símbolos religiosos en una civilización tecnológicamente compleja. Ni siquiera se ha tratado de un testimonio con valor pragmático porque ha conseguido renovar las fuentes de las costumbres, la moral y la teología católica.

Se ha convertido en un referente moral porque ha conseguido que volvamos a hablar de todos los seres humanos como de una gran familia en la que no sobra nadie, porque ha conseguido que la paz y los derechos humanos se mantengan como ideales políticos, porque ha conseguido hacer de la responsabilidad el gran valor de la acción humana, porque ha propuesto que el valor de una sociedad abierta no se identifique con una sociedad atomizada, fragmentada y mercantilizada. Y, sobre todo, porque ha invitado a todos los cristianos y personas de buena voluntad a que no tengan miedo. Una y otra vez siempre nos ha recordado lo mismo: ¡No tengáis miedo!

De esta forma, la fe cristiana ha dejado de ser un elemento arqueológico o marginal de la ética contemporánea. Se ha convertido en un elemento central porque no se ha quedado en la periferia de la experiencia humana, porque no se ha limitado a la dimensión externa -legalista o formalista- de las prácticas religiosas, porque se ha convertido en la fuente de nuevas experiencias de sentido protagonizadas por millones de personas que se han atrevido a tomarse la vida en serio, a creer en una ciencia que no tiene miedo a la deliberación pública de sus límites, y que han defendido una propuesta moral que no realiza ninguna concesión al escepticismo, el relativismo o el etnocentrismo. Jóvenes que no se avergüenzan de ser católicos en espacios culturales dominados por un vacío en tecnicolor, ancianos que han visto en el agotamiento del Papa una permanente invitación a la vida, enfermos que han encontrado en su sobria vitalidad un empuje decisivo para afrontar con serenidad cualquier dolor. Incluso científicos e intelectuales que reconocen en su trayectoria, sus textos y, sobre todo, su testimonio, una alternativa razonable ante el nihilismo.

Un nihilismo que expresa técnicamente la idea de una vida indecisa e insatisfecha, sin rumbo, en naufragio permanente, instalada en una cultura incapaz de llamar a las cosas por su nombre. Una cultura seducida por el bien-estar de unos pocos, que no se atreve a proponerse como ideal la libertad y el bien-ser o estar bien de todos. Frente a ella, la narrativa del cristianismo vivo que encontramos en Juan Pablo II no se nos presenta como la narrativa legitimadora del poder ancestral de la institución eclesial, tampoco como una narrativa resistente que se ampara en una identidad religiosa que anime siempre a nadar contra corriente.

Nos encontramos ante una narrativa moral transformadora, que no se limita a justificar los poderes establecidos, que tampoco se resigna a convertirse en marginal y que, ante todo, quiere convertirse en proyecto para luchar contra la desmoralización, el desánimo y el miedo ante toda iniciativa de humanización integral. En este sentido, se trata de una narrativa innovadora para que la memoria e identidad del catolicismo nos impulse a ser verdaderos sujetos de la Historia, para hacer frente a la naturalización que nos propone el mercado o la gregarización de las nuevas espiritualidades. En definitiva, una narrativa que auna la apertura de posibilidades con la terquedad de las realidades. Precisamente por eso decimos que éste, como todo verdadero liderazgo moral, es una puerta abierta a la esperanza.