Para sanar al hombre - Alfa y Omega

Para sanar al hombre

Eudaldo Forment

La Veritatis splendor, décima encíclica de Juan Pablo II, fue el documento que más tiempo tardó en salir. El Papa había anunciado su publicación en agosto de 1987, y hasta el 5 de octubre de 1993 no se presentó oficialmente. Había una gran expectación para conocer la posición de la Iglesia ante la crisis ética de nuestro tiempo, que se refleja en la grave situación de inmoralidad pública.

La desorientación contemporánea en las cuestiones morales, que afectan a la supervivencia de la Humanidad, requería la precisión de «algunos aspectos doctrinales decisivos». La encíclica, para ello, se remonta a los fundamentos de la ética, acudiendo a la enseñanza moral de la Iglesia y principalmente a la exposición que hizo santo Tomás de Aquino. Desde ellos, con audacia y claridad, se establecen los criterios para responder a la objecciones que algunos moralistas de nuestro tiempo han hecho a la moral católica, basándose en teorías teleológicas, consecuencialistas y proporcionalistas, negadoras de determinados preceptos morales prohibitivos, ignorando que está al servicio del amor al prójimo y a Dios.

Entre estos fundamentos, que, con esta encíclica, por primera vez el magisterio de la Iglesia los expuso amplia y ordenadamente, se pueden destacar cuatro. El primero es que la moral no es más que la respuesta a la pregunta básica de qué es el hombre. El gran olvido del hombre de hoy es el de sí mismo. Ya no sabe quién es. La moral es la respuesta a la «pregunta acerca del pleno significado de la vida».

El segundo, que la conciencia moral, guía y testigo del bien o mal de las acciones individuales de cada persona, es creativa, pero su fuerza y obligatoriedad deriva de la ley moral.

El tercero es que esta ley, por coincidir totalmente con las inclinaciones profundas del hombre, no es opuesta a su libertad individual. El deber moral coincide con el deseo humano. La ley no es límite de la libertad, sino su fundamento, porque lo mandado no solamente es lo deseado, sino también lo bueno del hombre, el bien humano que le hace feliz.

Por último, que la persona humana es un todo, en el que se encuentran unificadas todas sus partes, el cuerpo y el alma. De ahí que el cuerpo del hombre no sea igual al de los animales. El cuerpo humano es personal y, por tanto, tiene un significado moral.

La encíclica, que revela la preocupación constante de Juan Pablo II por el hombre -podría decirse que ha sido el Papa de la humanidad-, se enfrenta a la crisis actual con realismo. Y con la valentía de proclamar la verdad. No le dice al hombre que no tiene ningún mal. «No acepta que el hombre pecador sea engañado por quien pretende amarlo justificando su pecado». Tampoco le proporciona una satisfacción momentánea. «Las complacientes doctrinas filosóficas o teológicas» no liberan del mal, no pueden «hacer verdaderammente feliz al hombre». La mentira piadosa no remedia nada.

Por el contrario, la encíclica atiende al hombre moralmente enfermo de nuestra época de un modo mucho más positivo y consolador. Le diagnostica, por una parte, su mal y le anuncia que no es incurable. Por otra, le ofrece las medicinas para que libremente se cure. Su mensaje es optimista, porque afirma que «ningún pecado del hombre puede cancelar la misericordia de Dios, ni impedirle poner en acto su fuerza victoriosa, con tal que la invoquemos».