«Llamó a los que quiso...» - Alfa y Omega

«Llamó a los que quiso...»

A propósito de la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, de Juan Pablo II

Andrés García de la Cuerda

En la solemnidad de Pentecostés del año 1994, el Papa Juan Pablo II hacía pública la Carta apostólica Ordinatio sacerdotalis, dirigida a todos los obispos y, a través de ellos, a la totalidad de la Iglesia católica. Obviamente, su alcance iba más allá de la católica, al suscitar distintas repercusiones en el diálogo ecuménico con otras Iglesias, sobre todo con la comunión anglicana y las Iglesias reformadas, en donde la admisión de la mujer al ministerio pastoral era ya un hecho consumado.

Ciertamente, esta importante cuestión ecuménica subyacía como motivación de la Carta del Papa, y a ella se refería al recordar las anteriores intervenciones de Pablo VI al respecto. Pero no solamente. El Santo Padre era consciente de que, «aunque la doctrina sobre la ordenación sacerdotal, reservada sólo a los hombres, sea conservada por la tradición constante y universal de la Iglesia, y sea enseñada firmemente por el Magisterio», de hecho, todavía y en algunos ambientes, seguía -y sigue- siendo una mera cuestión disciplinar que la Iglesia podría variar a su arbitrio, respondiendo así a las demandas de los tiempos actuales. En este sentido, los diferentes movimientos en pro de la liberación social servían de caldo de cultivo, sobre todo los de inspiración cristiana.

La finalidad de la Carta es, en consecuencia, «alejar toda duda sobre una cuestión de gran importancia, que atañe a la misma constitución divina de la Iglesia», y, con ello, esclarecer con su autoridad apostólica la cuestión de una eventual ordenación de la mujer. Apelando a aquella con sobria solemnidad -«…en virtud de mi ministerio de confirmar en la fe a los hermanos…»-, Juan Pablo II declara que «la Iglesia no tiene en modo alguna la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado definitivo por todos los fieles de la Iglesia».

En realidad, la primera parte de la declaración no supone novedad doctrinal alguna. El Papa hace suya la doctrina del Magisterio anterior, sobre todo la de Pablo VI, para ratificar con toda certeza la postura tradicional de la Iglesia vivida desde sus orígenes. Toda la Carta se sitúa, pues, no en el ámbito de la sociología y los derechos humanos, sino en el más puro servicio de Pedro a la integridad de la fe católica sobre el sacramento del Orden, tal y como se deduce de los datos del Nuevo Testamento, y se ha conservado de forma perenne en la tradición constante y universal de la Iglesia.

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Un don, no un derecho

En el origen del sacerdocio ministerial se contempla como norma fundante y vinculante la actuación del Señor en la elección de los doce Apóstoles, varones todos ellos, fundamento de la Iglesia, y principio y forma de todo ministerio ordenado posterior. Cristo «llamó a los que quiso…» El ministerio apostólico, por tanto, es gracia, brota de su libre voluntad como un don que se perpetuará en la Iglesia de todos los tiempos. Nadie tiene derecho a ser sacerdote; sólo aquellos que reciben -siempre inmerecidamente- el don de la elección. No se trata de discriminar a la mujer, sino de fidelidad al libre y soberano designio de Jesucristo que, por su Espíritu, reparte sus dones como quiere. En este sentido, tampoco los varones no ordenados pueden ejercer el ministerio sacerdotal.

La médula del ministerio sacerdotal es de carácter sacerdotal. Solamente el don del Espíritu Santo, recibido en la imposición de las manos del obispo, capacita a los ordenados para la re-presentación ministerial de Jesucristo, configurándolos con Él y pudiendo actuar con su autoridad y en su nombre. Como afirma el Papa, «ellos no recibieron solamente una función que habría podido ser ejercida después por cualquier miembro de la Iglesia, sino que fueron asociados especial e íntimamente a la misión del mismo Verbo encarnado». Entra, pues, dentro de la lógica sacramental que la gracia y el servicio de poder representar históricamente al Verbo de Dios, encarnado en figura de varón, se reserve sólo a los varones.

Con toda delicadeza, Juan Pablo II insiste en que no se trata en modo alguno de discriminar a la mujer. Las alusiones a su Carta apostólica Mulieris dignitatem invitan a leer la Ordinatio sacerdotalis a la luz de aquélla. La figura luminosa de María, elegida para ser la Madre de Dios y de la Iglesia, se alza como ejemplo eminente de la dignidad de la mujer, aun cuando no recibiera en su vida la misión apostólica. Y junto a ella, la ingente cantidad de mujeres cristianas, «verdaderas discípulas y testigos de Cristo en la familia y en la profesión civil, así como en la consagración total al servicio de Dios y del Evangelio», cuya dignidad y vocación específicas honra y agradece la Iglesia, por cuanto su presencia y participación en la misión sigue siendo necesaria e insustituible, «tanto para la renovación y humanización de la sociedad, como para descubrir de nuevo, por parte de los creyentes, el verdadero rostro de la Iglesia».

Andrés García de la Cuerda
Rector del Seminario de Madrid

«Los más grandes en el reino de los cielos no son los ministros, sino los santos»

La naturaleza del sacerdocio como gracia incluye su ejercicio como servicio. No se puede aspirar a él ni puede ser ejercido al modo y manera de los poderes de este mundo. Cuando así sucede, se desvirtúa su contenido y se pervierte su finalidad. Su servicio específico se ordena a la santificación de la vida de los fieles cristianos, injertándolos en la caridad de Cristo por la Palabra y los sacramentos. Y siempre bajo la forma de siervo, como el Señor, que no vino a ser servido, sino a servir y a entregar la vida en rescate por muchos. A este propósito, el Papa recuerda la doctrina paulina sobre los carismas: «El único carisma superior que debe ser apetecido es la caridad», porque, según la escala de valores del Evangelio, «los más grandes en el reino de los cielos no son los ministros, sino los santos».

En la segunda parte de la declaración central, Juan Pablo II afirma: «Este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia». El Papa da por zanjada toda discusión sobe la eventual ordenación de la mujer: la Iglesia no está facultada para cambiar lo que ha recibido por voluntad de su Señor. Y lo que ha sido práctica constante en la tradición de la Iglesia se hace, por la autoridad apostólica del sucesor de Pedro, doctrina enseñada como definitiva y, por tanto, no reformable. A todos los católicos se nos pide el asentimiento pleno en la obediencia de la fe y, naturalmente, seguir progresando en el ejercicio de la propia responsabilidad en la vida y la misión eclesiales, cada uno según la vocación y los dones recibidos. Siempre con la gracia del Señor y en la comunión de la Santa Iglesia, en donde toda autoridad es servicio por amor.

A. G.