El magisterio mariano de Juan Pablo II - Alfa y Omega

El magisterio mariano de Juan Pablo II

Redacción
Juan Pablo II, en Lourdes, en agosto de 2004

La figura de María tenía que estar fuertemente presente en el magisterio de un Papa que, como Juan Pablo II, ha querido llevar en su escudo papal no sólo el anagrama de María, sino las palabras Totus tuus, que sintetizan el núcleo fundamental de su consagración personal de esclavitud mariana, hecha mucho antes de su pontificado y renovada ante la imagen de la Virgen de Czestochowa en su primer viaje como Papa a Polonia. Para limitarnos a sus documentos mayores, las encíclicas, es característico que inmediatamente después de la gran trilogía de encíclicas dedicadas a cada una de las tres Personas Divinas (Redemptor hominis, sobre el Hijo; Dives in misericordia, sobre Dios Padre; y Dominum et vivificantem, sobre el Espíritu Santo) —trilogía sólo interrumpida con una encíclica de tema social, Laborem exercens, postulada por el 90 aniversario de la publicación de la encíclica Rerum novarum, de León XIII—, Juan Pablo II haya querido hablar a la Iglesia sobre la Madre del Señor. Él mismo creó la ocasión para ello con la proclamación, en 1987, de un Año Mariano, como pórtico al gran Jubileo conmemorativo de los 2.000 años del nacimiento de Jesús. Pensó que había que recordar igualmente, unos años antes, el segundo milenario del nacimiento de su Madre.

Coherente consigo mismo, ya que el enfoque de su primera encíclica, su encíclica programática, había sido hablar de Jesucristo como Redentor del hombre, en su gran encíclica mariana el Papa presenta la figura de María como Madre del Redentor, es decir, tomando como punto de partida la relación de María con la obra redentora de Cristo. En función de este planteamiento, a la encíclica mariana de Juan Pablo II subyace el tema más antiguo de la fe de la Iglesia sobre María, el tema de María nueva Eva, asociada a Jesús, el nuevo Adán, en su obra salvadora, tema al que el Papa hace referencia tres veces a lo largo de su gran documento mariano. Si junto al primer Adán existió una figura de mujer, Eva, que cooperó en la obra de nuestra ruina en cuanto que, tras un diálogo con el demonio, su desobediencia trajo ruina y muerte al mundo, existe una figura señera de mujer que, en la plenitud de los tiempos, dialogó con el ángel Gabriel, y obedeciendo a Dios trajo al mundo al Salvador y, con Él, la salvación.

Comparando a la primera con la segunda Eva, ya Tertuliano comentaba: «Lo que aquélla pecó creyendo [a la serpiente], lo borró ésta creyendo [al ángel Gabriel]». A partir de este convencimiento, se comprende la centralidad que la encíclica da al tema de la fe de María. Ella fue Madre de Cristo como consecuencia de su respuesta de fe al ángel. María es proclamada por Isabel bienaventurada por haber creído. Y la proclamación de su bienaventuranza por todas las generaciones a lo largo de los siglos sigue viéndola como dechado de fe. Por cierto, se trata de una fe que no es una mera afirmación intelectual, sino que implica la donación total de sí que María supo expresar con toda sencillez y profundidad en su respuesta al ángel: «He aquí la esclava del Señor, hágase de mí según tu palabra».

En la encíclica se subraya que la entrega plena de María, expresada en la frase de respuesta que acabo de evocar, está en plena consonancia con las palabras del Hijo de Dios, que se hizo Hijo de la Virgen y que, según la Carta a los Hebreos, al venir al mundo, dice al Padre: «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo… He aquí que vengo… a hacer, oh Dios, tu voluntad». María en su sí, que va a ser vivido a lo largo de toda su vida, se une a la oblación de Jesús. Imitando a María, todos los cristianos hemos de realizar una entrega que nos una al ofrecimiento mismo de Jesús al Padre.

María aceptó su vocación a ser Madre del Mesías, que se le comunicó en la Anunciación. Aceptó igualmente vivir esa misión en la oscuridad y el dolor, como se le predijo en la profecía de Simeón, a la que el Papa llama significativamente la segunda anunciación. Abrazar las paradojas del Evangelio es el centro de la actitud espiritual que María nos ha dejado como camino a cuyo recorrido nos invita. Ella aceptó vivir el misterio de Jesús en la oscuridad de la fe, incluso cuando el velo se hizo especialmente denso, como sucedió en el Calvario.

En ese momento supremo de dolor para una Madre, que es la agonía del Hijo, especialmente cuando se trata de una muerte violenta en cruz, María es el contenido de lo que el Papa llama el testamento de la cruz. Al darnos a su Madre como Madre nuestra, Jesús moribundo nos da su última herencia. Cuando nos daba la vida, cuando ya no tenía ninguna otra cosa que darnos, nos dio a su Madre. Aceptar esta preciosa herencia será tarea para toda la vida de un cristiano. El Papa explicará que un cristiano acoge a María, y con Ella el testamento de la cruz, cuando se consagra a Ella

Cierro aquí este breve intento de espigar algunas de las ideas del Papa en su gran encíclica mariana. Soy consciente de no haber recogido todas sus riquezas. Mucho menos de haber reflejado adecuadamente el pensamiento riquísimo de Juan Pablo II sobre mariología, disperso en tantas y tantas alocuciones y predicaciones. Nótese, por poner un ejemplo, que, en el breve arco de tres años (1995-1997), el Santo Padre dedicó a la figura de María 70 bellísimas catequesis, que constituyen una mariología completa.