La rebeldía del primer impresionista español - Alfa y Omega

La rebeldía del primer impresionista español

Más de 130 obras, entre óleos, pasteles, acuarelas, dibujos y grabados, integran la exposición Darío de Regoyos (1857-1913). La aventura impresionista, que se exhibe en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. La muestra conmemora el centenario del fallecimiento del artista, probablemente el pintor español más internacional de la pintura española de finales del siglo XIX y el que mejor representó al movimiento impresionista en nuestra pintura

Eva Fernández
‘El pueblo de Quevedo, valle de Toranzo’ (1910)

Mientras el impresionismo revolucionaba la historia del arte en Europa, en España tuvo que entrar por la puerta pequeña. Eso de que a un pintor le diera por salir del taller y plantar su caballete en la calle, o en el campo, o frente al mar, para poder jugar con la luz y el color tal como demandaba la nueva corriente impresionista, era algo que no entraba en la mentalidad academicista de la época. Pero Darío de Regoyos (Ribadesella, 1857- Barcelona, 1913) se quedó fascinado por ese nuevo sendero que se estaba abriendo camino en Europa y, a pesar de la incomprensión de gran parte de la crítica, se mantuvo fiel a los postulados impresionistas a lo largo de toda su carrera. Esta rebelión personal no le salió gratis, puesto que apenas vendió cuadros en vida, y gastó la fortuna heredada de su padre (el arquitecto que diseñó el madrileño barrio de Argüelles) en pintar lo que sabía que nadie iba a comprar. Gracias a esta toma de partido, un tanto quijotesca, Darío de Regoyos contribuyó decisivamente a la introducción del arte contemporáneo en España. En 1879, huyendo de los estudios de arquitectura que nunca le gustaron, e invitado por su amigo Isaac Albéniz, viajó a Bruselas, donde se adiestró en nuevas técnicas para su pintura, en contacto con Pissarro, Seurat y Signac. Viajero incansable, buscaba constantemente nuevas escenas para sus cuadros y, por este motivo, se desplazó por cientos de lugares de la geografía española, intentando expresar en sus obras la impresión inmediata que le producía la contemplación de un paisaje y la fugacidad de los efectos de la luz sobre estas imágenes. A pesar de su frágil salud, trabajaba directamente del natural, lloviera o hiciera calor, con rapidez y sin bocetos previos, y por este motivo en su obra abundan los formatos pequeños y medianos, más fáciles de transportar. En uno de sus innumerables viajes, conoció a una aristócrata francesa que residía en Bilbao, con la que contrajo matrimonio. De estos primeros años, en los que se manifiesta su interés por los efectos de la luz, surgen cuadros como Plaza en Segovia, de 1882, óleo que refleja una pintoresca vista castellana bajo la potente luz del sol. En esta etapa inicial, pinta sus primeros nocturnos, como La playa de Almería, de 1882. Aunque Darío de Regoyos era un incondicional del paisaje, la presencia de la figura humana también es habitual en sus cuadros, aunque en muchas ocasiones apenas se detalla, como si careciera de un contorno definido que las delimite. Lo observamos en El mes de María en Bruselas, de 1884. Otro de sus puntos fuertes fueron los fenómenos atmosféricos, porque le permitían experimentar con la pincelada y el color. Lo comprobamos en Viento sur (Salida de misa con siroco), de 1885.

En busca de rostros desconocidos

En 1888, acompañó al poeta belga Emile Verhaeren en un viaje por la España profunda. Darío de Regoyos se encargó de ilustrar las crónicas de su compañero con xilografías que posteriormente fueron publicadas en un libro de gran impacto en toda Europa, titulado La España Negra. En su búsqueda de rostros desconocidos, apenas pintados hasta el momento, descubrió que la auténtica mujer española poco tenía que ver con las manolas que tanto proliferaban en los cuadros de sus contemporáneos. Por ese motivo retrató a mujeres rurales, fuertes, luchadoras y recias, como las que aparecen en Por los muertos, de 1886. Poco tiempo después comenzó a interesarse por el puntillismo, influido por Seurat, Signac y Camille Pissarro, pero el trabajo meticuloso que requería esta técnica le obligaba a permanecer en el estudio y a abandonar la pintura al aire libre, por lo que la utilizó muy poco tiempo (La calle de Alcalá, de 1892). Eso sí, el característico toque puntillista le permitió conseguir nuevas texturas e introducir matices de luz en sus paisajes, un género por entonces aún poco apreciado. Los paisajes le permitieron jugar con las salidas y puestas del sol, los días nublados, la luz crepuscular. En El pueblo de Quevedo, valle de Toranzo, de 1910, se hace evidente su interés por reflejar el poder de la luz sobre las piedras, árboles y campos. Hacia 1912 se estableció definitivamente en Barcelona junto a su familia, totalmente arruinado y con un cáncer avanzado que no le impidió seguir pintando hasta su muerte. Tenía 55 años.

El tiempo, finalmente, ha reconocido la genialidad de Darío de Regoyos, tal como puede comprobarse en esta muestra que, a partir del próximo mes de febrero, se expondrá en el Museo Thyssen-Bornemisza, de Madrid, y posteriormente en el Museo Carmen Thyssen, de Málaga, en una versión reducida.