Cardenal Blázquez: «Laudato si es las reflexión de una persona amiga, sabia y responsable» - Alfa y Omega

El día 24 de mayo firmó el Papa la encíclica «Laudato sí» sobre El cuidado de la casa común; ha sido presentada el día 18 en Roma. Había sido intensamente esperada como mostró la inusual multitud de periodistas que estuvieron presentes en la presentación; y, con palabras de R. Tamames: «una vez más, el Papa no ha defraudado». Trata sobre la ecología (vocablo acuñado por primera por E. Haeckel), es decir, la ciencia que estudia las relaciones de los seres vivos entre sí y con su entorno, o literalmente el estudio sobre la «casa», (oikos en griego), sobre nuestro hábitat, sobre la biosfera. Es la casa que Dios ha construido para la familia humana.

Las primeras palabras están tomadas del Cántico de las criaturas de San Francisco de Asís, nombre que eligió el cardenal Bergoglio cuando fue elegido Papa. Fue un nombre que comporta implicaciones en su ministerio papal. Las palabras son éstas: «Alabado seas, mi Señor». A lo largo de la encíclica resuenan en diversas ocasiones palabras y actitudes de san Francisco como una especie de música de fondo bella e inspiradora. «Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba». La admiración y alabanza a Dios, y el sentido del amor hacia los pobres y abandonados. Bajo la paternidad de Dios Creador todas las criaturas forman una fraternidad universal. En Francisco son inseparables la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso con la sociedad y la paz interior (n. 10). Esta lectura es actual.

Es una gran encíclica y una encíclica grande, es decir, es una magnífica encíclica y una encíclica larga, «prolongada reflexión» (n. 246). Es un escrito de hondura en el tratamiento de los problemas y de belleza en su formulación. La ponderación que yo pueda hacer ahora es al mismo tiempo una encarecida invitación a su lectura. Merece la pena ser leída y releída incluso; y no sólo por deferencia a su autor el Papa, sino también por su contenido, por la riqueza y sugerencias que en cada página encontramos. Es una encíclica importante; da que pensar, que admirar y que agradecer; llama a cambiar de actitud ante las cosas y la humanidad, y sorprende que incluya temas en su tratamiento que de entrada se podría pensar que no pertenecen a la cuestión. Ensancha el horizonte del lector para prestar atención a lo que quizá anteriormente le ha pasado inadvertido. La encíclica ofrece un excelente servicio a la Iglesia y a la humanidad.

Recuerda aportaciones de los Papas últimos sobre la cuestión ecológica, comenzando por Juan XXIII, pasando por Juan Pablo II y hasta el Papa emérito Benedicto XVI; acoge reflexiones del patriarca Bartolomé de Constantinopla e incorpora al discurso aserciones de Cartas Pastorales de Conferencias Episcopales; con particular predilección tiene en cuenta los puntos de vista acerca de El ocaso de la Edad Moderna del autor italiano-alemán sobre el cual comenzó el P. jesuita Mario Bergoglio a preparar su tesis doctoral. Le presta una ayuda importante a la hora de descubrir la raíz de la crisis ecológica. Por supuesto, tiene en cuenta los resultados de la investigación científica y de los Foros internacionales sobre el cambio climático, la contaminación, el calentamiento del planeta, la cuestión del agua, etc. La relación entre fe y ciencia, entre política, economía y ética, entre poder tecnológico y respeto del hombre, entre el dominio del hombre y el cuidado de la naturaleza, está cuidadosamente tratada; no hay invasión de campos ni abdicación de la propia responsabilidad.

Es una encíclica que entra en la serie que podemos caracterizar como sociales: Sobre la cuestión social después de la revolución industrial, la paz, el desarrollo humano, el trabajo, la familia, la educación, la defensa de la vida. La Iglesia ha estado atenta a las grandes realidades que afectan a la vida del hombre y al cumplimiento de su misión evangelizadora. Sus reflexiones han iluminado el camino de la humanidad por la historia. La ha movido el amor al hombre y la luz de la fe que muestra su capacidad reflexiva particularmente en las encrucijadas de la historia y en la toma de conciencia ante hechos y cuestiones que interpelan a todos.

La encíclica está muy bien estructurada. Después de unas páginas de introducción, expone suficientemente con la ayuda de expertos «lo que está pasando a nuestra casa»; nadie puede objetar que no se ha recogido con objetividad lo que ocurre. Es muy bello el capítulo dedicado al Evangelio de la creación que contiene una meditación que nos edifica en el sentido ecológico de la fe cristiana. El capítulo III, que indaga las raíces de la crisis ecológica merece una lectura sosegada y alguna preparación filosófico-cultural. Es muy rico el capítulo dedicado a una ecología integral, ya que llega hasta la vida cotidiana y a la relación intergeneracional e «intrageneracional». Somos responsables también de las generaciones venideras y por supuesto de los que compartimos en el tiempo la casa común. El último capítulo está dedicado a la educación y a la espiritualidad. Ya que no basta la información sobre lo que pasa, ni el percibir los desafíos planteados, sino se debe actuar adecuadamente. La conversión ecológica (en el documento de la Conferencia de Aparecida se habló de conversión pastoral) significa que el encuentro con Jesucristo implica consecuencias en las relaciones con el mundo que nos rodea.

La encíclica tiene diversos niveles de lectura, porque los potenciales lectores son variados: Responsables de los Estados y de Organizaciones internacionales; políticos y economistas; científicos y filósofos; cristianos de a pié, educadores, familias; creyentes y hombres de buenas voluntad. Habla el Papa a todos con palabras pertinentes. Se lea la encíclica con respeto y atención; se argumente con razones; la acojamos los cristianos con obediencia y gratitud. Todos los hombres vean en ella Bl.

Pedimos a Dios con el Papa: «Sana nuestras vidas, para que seamos protectores del mundo y no depredadores, para que sembremos hermosura y no contaminación y destrucción» (n. 246).