Plegaria de Navidad
Pienso, Señor, en tanta querida gente que, seguramente sin culpa suya, no entiende la Navidad. Nadie se la ha explicado. Ninguno de los que creemos y queremos entenderla se la hemos sabido explicar de la única manera que se entienden las cosas: con nuestra vida. Pienso en tanta gente, Señor, que sin saber por qué sufre un poco más en estos días, viendo a su alrededor unos destellos de felicidad que no aciertan a entender…
Pienso en todas esas personas anónimas, solitarias, de los andenes del Metro, o que merodean al caer la tarde, entre desconfiados y desolados, por las estaciones de autobuses o de Renfe, buscando, buscando…; en los padres sin trabajo y sin seguridad y sin esperanza de tenerla; y, por contraste, Señor, pienso en los hombres y mujeres que creen tenerlo todo y, sin embargo, les falta lo esencial. No son felices, Señor, Tú lo sabes, y estos días, en principio al menos -Tú lo sabes también, y mejor que nadie-, debería ser un tiempo de felicidad.
Pienso en esas alucinantes riadas humanas de zaireños y ruandenses que van de acá para allá, como si fueran mercancías, en medio del desinterés más miserable de casi todos los que pueden hacer algo por ellos; y pienso en Juan Pablo II, que ya no sabe qué hacer ni qué más decir sobre esto; y pienso en la madre Teresa de Calcuta que quisiera darse más pero ya no puede; y pienso, Señor, en mi madre y en todas las madres que sufren porque este mundo, esta querida España nuestra, esta ciudad nuestra, este pueblo nuestro tenía que ser de otra manera y no lo es.
En esta Navidad de 1996, me gustaría mucho, Señor, darte otra vez las gracias por nacer para nosotros, entre nosotros, como nosotros. Permítenos, Señor, confiarnos en tus manos y en las de tu madre, que también lo es nuestra.