La Virgen María en el Concilio Vaticano II - Alfa y Omega

En la clausura de la sesión tercera del Concilio, decía el Papa Pablo VI: «Es la primera vez que un Concilio ecuménico presenta una síntesis tan extensa de la doctrina católica sobre el puesto que María Santísima ocupa en el misterio de Cristo y de la Iglesia».

En este capítulo se pone de relieve el papel incomparable de María en la historia salvadora siempre con relación a Cristo y a la Iglesia. Y esto no para disminuir los privilegios de María ni la expresión de la fe católica, sino más bien para evitar los excesos de una mariología que siguiendo sus caminos habituales, se había alejado de las bases bíblicas y tradicionales. También influyó la atención a nuestros hermanos separados para tratar la doctrina sobre María en relación con la Iglesia.

El Concilio al intentar exponer la doctrina relativa de la Iglesia, desea esclarecer cuidadosamente el lugar que en ella ocupa la Madre del Salvador, o mejor la función que desempeña en la misma. El capítulo VIII de la Constitución Lumen Gentium pone de relieve el papel incomparable de María en la historia salvadora, siempre en relación a Cristo y a la Iglesia. María es presentada como la esclava de Cristo y de su designio redentor y como figura de la Iglesia. Evita tratar cuestiones discutidas. Así el texto no contiene el título de «Madre de la Iglesia», aunque Pablo VI dio a entender que sería posible este título. La única cuestión discutida que queda reflejada es la de María como medianera. Y no es que hubiera dificultades acerca de la acción medianera, especialmente intercesora de María; era el término el que preocupaba, porque podía presentarse a equívocos por parte de los hermanos separados.

Por eso dice la Constitución «que nada merme y nada añada a la dignidad y a la eficacia de Cristo, el único mediador». La Iglesia católica no vacila en reconocer la función eficaz, aunque subordinada de María. La comunidad cristiana da testimonio de esta verdad porque experimenta continuamente este apoyo de María.

Terminado el Concilio, el mismo Pablo VI llamó a María «Madre de la Iglesia». Así aparece en el texto conocido como El Credo del Pueblo de Dios. Posteriormente, el mismo Papa dedicó a María todo un documento concreto que llevaba por título Marialis Cultus.

La Constitución termina con el título de María señal de firme esperanza y consuelo para el pueblo de Dios que peregrina por la tierra. Esperanza y consuelo para el pueblo cristiano en marcha hacia Dios. Hasta el advenimiento del día del Señor y mientras el pueblo de Dios continúe su marcha, la Santísima Virgen sigue siendo un signo de esperanza y de consuelo. También ella conoció las tinieblas y las pruebas, de modo que sabe por propia experiencia lo pesada que puede ser nuestra carga. El afecto de que nos rodea nos exhorta a un esfuerzo que jamás se cansa.

Así pues, María, comienzo de la Iglesia triunfante, vive ya en cuerpo y alma, plenamente la gloria ansiada de los hijos de Dios. Lo que María posee lo espera anhelante la Iglesia entera. Cuando llegue el día del Señor. María, por así decirlo, da a la obra salvífica del Hijo y a la misión de la Iglesia una forma singular. La forma materna. Todo lo que se puede proponer en el lenguaje humano sobre el tener de la índole propia de la mujer-madre, la índole del corazón todo esto se le aplica a Ella.

Ella fue siempre como Dios quiso que fuera la Inmaculada, la llena de gracia, bendita entre las mujeres, la siempre Virgen, Asunta al cielo, la Madre de Dios y madre nuestra. En el mes de mayo viviremos nuestra devoción y amor a la Virgen: con flores a María que Madre nuestra es.