Ópera en el cine - Alfa y Omega

Ópera en el cine

Javier Alonso Sandoica

El puritano del bel canto no disfrutaría de la ópera en el cine, sencillamente porque lo consideraría lugar inapropiado. En el cine, diría, todo es demasiado indirecto como para alcanzar la belleza del acontecimiento. Pero, a mí, que aprecio la ópera desde el tímido balcón del muy aficionado, la idea de que la transmisión de un Don Giovanni desde el Metropolitan, de Nueva York, se realice en directo para 800 salas en todo el mundo me parece un alegrón, qué les voy a decir. Tienes el libreto vivo de la representación, un sonido inmejorable, una imagen irreprochable… El jueves pasado, los aficionados españoles disfrutamos con una hermosísima Turandot, de Puccini, desde el Covent Garden londinense, en un cine de barrio. Fue la ópera que pilló muerto a su autor; quiero decir que se estrenó póstumamente, cuando el autor había pasado a mejor vida.

Las melodías de Turandot no están guiadas por las palabras, sino por las situaciones que muestran. Aquí Puccini se transmutó en una especie de Wagner italianizado, para entendernos. El compositor jamás tuvo entusiasmo por la música sinfónica tomada de por sí. En un brevísimo encuentro con Verdi, el de Busseto le dijo que una cosa era la sinfonía y muy otra la música para la escena. Por eso, Puccini dejó escrito: «La música es para mí cosa inútil mientras no disponga de un libreto. Yo creo que, al nacer, Dios me tocó con el dedo meñique, y me dijo: ¡Escribe para el teatro, sólo para el teatro! Y he seguido el supremo consejo». Decir esto supone, primero de todo, una humildad extraordinaria y, al tiempo, un viento de relación estrecha y muy interesante con Dios, como se vio al final de su vida, al pedir un sacerdote en su lecho de muerte. Y eso que los personajes de Puccini muestran infinidad de contorsiones psicológicas, porque no hallan explicaciones al devenir de sus vidas. Como la pobre Tosca, digna de la lástima de todo espectador mínimamente polinizado de sensibilidad, que, en manos del hombre más lascivo del planeta, prorrumpe en una oración cargada de incomprensión por su destino. El maestro se acercaba siempre a su amigo Pietro Panichelli, el curita que, por su juventud, así le llamaba, y le pedía opinión sobre argumentos un poco osados, puestas en escena, etc. Turandot es su legado y es el gran descubrimiento del verdadero amor por parte de una princesa china, pétrea y azul. Y digo azul porque el color del hielo baña su alma despiadada. Y así se despide Puccini del mundo, gritando que sólo el verdadero amor salva al ser humano.