Del cura de pueblo, al pastor en la ciudad - Alfa y Omega

Del cura de pueblo, al pastor en la ciudad

Ante el inminente estreno de Elefante blanco, de Pablo Trapero, vuelve a ponerse sobre el tapete la cuestión de la imagen del sacerdote en el cine contemporáneo, una imagen poliédrica que merece la pena rastrear

Juan Orellana

Hasta los años setenta, del pasado siglo, era frecuente encontrar en el cine y en la televisión de España e Italia personajes de sacerdotes rurales —el cura de pueblo— que normalmente tenían connotaciones positivas. Se trataba de hombres perfectamente integrados en la comunidad social y civil, generalmente queridos por sus paisanos, y casi siempre investidos de autoridad moral. Recordemos a personajes como Don Camilo (interpretado por Fernandel), mosén Joaquín (Anthony Quinn, en Crónica del alba), el padre Adelfio (Leopoldo Trieste, en Cinema Paradiso), el sacerdote de El árbol de los zuecos, o algunos que aparecen en películas de Garci.

El cambio social, antropológico y cultural radical que se opera en los setenta, provoca también un cambio en el rol que va a desempeñar el sacerdote en los guiones cinematográficos. Del campo se pasa a la ciudad, y desaparece ese humus social católico en el que el cura era un incuestionable referente universal. Incluso comienzan a darse de ellos retratos negativos y oscuros.

Con el cambio de siglo, se pone de moda el fenómeno Dan Brown (El código da Vinci), que influye en una serie de películas que muestran al sacerdote como un personaje medieval —en un tópico sentido oscurantista—, poseedor de saberes arcanos y poco transparentes, con un poder algo siniestro…, y a la Iglesia como un conjunto de clérigos que viven en un mundo paralelo de creencias extrañas, luchas de poder y dudosas motivaciones. Se trata de películas más bien malas, y que no han dejado mucho rastro a su paso.

Más hirientes son algunas producciones españolas que, en los últimos años, han lanzado sus dardos en cintas como Mar adentro, de Alejandro Amenábar, o Camino, de Javier Fesser. En ellas, la caricatura es más sutil, más estudiada, más dañina. Se parte de hechos o personajes reales y se manipulan hasta conseguir una figura antipática, rancia, que inspira desconfianza cuando no abierto rechazo.

Retratos positivos, pero de esquema marxista

Sin embargo, no es este tipo de diseños negativos el que predomina. Más bien, abundan los retratos de sacerdotes, que a pesar de ser parciales, son positivos. Por un lado, están las películas que subrayan el compromiso social. En Héctor, de Gracia Querejeta (2004), se nos presenta a Tomás, un sacerdote de barrio, implicado con la gente sencilla, que cuida tanto su parroquia y la liturgia, como su labor solidaria a pie de calle. La caracterización del personaje es amable, inspira bondad y confianza, pero ninguna mojigatería. Su función en la trama argumental es positiva, como factor de reconciliación entre personajes. También en Elefante blanco, el sacerdote que encarna Ricardo Darín compagina su vida de oración y sacramentos con una intensa labor social en el mundo de la droga. Es cierto que, en ésta y otras cintas, subyace un cierto esquema marxista que contrapone a la Iglesia jerárquica —el poder— con la Iglesia del pueblo, llevando la lucha de clases al interior de la comunidad eclesial (algo de esto ya se ventilaba en los jesuitas y en el obispo de La Misión).

El perfil del sacerdote mártir

Otra tipología es la del sacerdote mártir, normalmente inspirada en hechos históricos como Popieluzsko (Rafal Wieczynski, 2009); Disparando a perros (Michael Caton-Jones, 2005); tantos personajes de El noveno día (Volker Slöndorff, 2004), o la inconmensurable De dioses y hombres. En estos personajes, se subraya el sacrificio en aras de la fe, del bien, de lo justo, el dar la vida por su gente. Dentro del género histórico no contemporáneo, se han puesto de moda las miniseries italianas de televisión, que luego llegan a nuestras salas en versión reducida. Es el caso de la maravillosa Prefiero el paraíso, que nos cuenta la vida de san Felipe Neri, Don Bosco, o Scoto, que recrea un episodio de la vida del Beato Duns Scoto, franciscano.

Ahora se ha puesto de moda, dentro del género de terror, el tema de los exorcismos. Una metafísica de raíz pagana presenta una dialéctica Bien-Mal, casi maniquea, con un Demonio que más tiene que ver con la literatura fantástica que con una escatología cristiana. Por tanto, en muchas de estas cintas, la figura del exorcista recuerda más a las citadas películas marca Dan Brown, que a intentos más serios como el de la clásica El exorcista (William Friedkin, 1973). Sin embargo, en las orillas de este subgénero, a veces recalan interesantes figuras de sacerdotes, como la del padre Lucas —Anthony Hopkins— en El rito (Mikael Håfström, 2011), que, con cierto revestimiento peliculero, conserva la hondura y la fe de un buen sacerdote.

Por último, encontramos la figura del sacerdote como pastor de almas, como en la pequeña pero conmovedora historia de Cartas al padre Jacob (Klaus Härö, 2009), protagonizada por un pastor protestante. Pero el ejemplo más entrañable es el del padre Esteban (Cheech Marin) de Juego perfecto (William Dear, 2009), que resucita con enorme fuerza la imagen del cura de pueblo, con la que abríamos este artículo: un sacerdote cercano a la gente, integrado en su vida cotidiana, y siempre como punto de referencia de oración, de autoridad moral, de educador, de consejero, siempre dispuesto a sacrificarse y siempre entregado al bien de los demás; una hermosa figura para guardar en la retina.