Corpus Christi - Alfa y Omega

Un conocido refrán popular afirma que «existen tres jueves en el año que brillan más que el sol: Jueves Santo, Corpus Christi y el día de la Ascensión». Estas tres fiestas jalonan tres hitos importantes en la vida del católico. El Jueves Santo se celebra el día del amor fraterno, momento en que Jesucristo instituyó la Eucaristía; la Ascensión, la subida a los cielos y el mandato dado a los apóstoles de predicar el Evangelio, un mandato plenamente actual para todos los cristianos, llamados a una evangelización permanente.

Por lo que respecta al Corpus, su origen se encuentra en las visiones de santa Juliana de Mont-Cornillon, en Bélgica. La citada religiosa tuvo una visión en la que aparecía una luna a la que le faltaba un trozo. La luna representaba a la Iglesia de su tiempo; y el trozo que faltaba, el deseo de Dios de una nueva celebración en la que se honrara el Cuerpo de Cristo. El obispo de Lieja decidió instituir la festividad del Cuerpo de Cristo el jueves siguiente al domingo de la Santísima Trinidad. Posteriormente, el Papa Urbano IV, por medio de la Bula Transiturus de hoc mundo, aprobó la fiesta para toda la cristiandad, y más tarde fue confirmada por Clemente IV.

El Corpus Christi se celebra con una especial solemnidad. Según el Ceremonial de los Obispos, por medio de esta celebración, el deseo de la Iglesia es que los fieles «aprendan a participar en el sacrificio eucarístico y a vivir más intensamente de él, para que veneren la presencia de Cristo el Señor en este Sacramento, y den las debidas acciones de gracias a Dios por los bienes recibidos». En otras palabras, el deseo que subyace es el de transmitir a los fieles la vivencia y la profundidad del misterio eucarístico, eje de la vida del cristiano, gracias al cual se convierte, él mismo, en luz en medio del mundo.

La celebración del Corpus es especial, y comprende la Eucaristía y una procesión eucarística, que la acompaña y de la que forma parte. A diferencia de otras procesiones que son independientes de la liturgia principal, ésta es la prolongación natural de la celebración dentro de la iglesia, y de hecho la celebración no se da por terminada hasta que, de regreso a la iglesia, el obispo no imparte la bendición que pone fin al acto.

Las lecturas de ese día hacen referencia al sacrificio de Cristo como único camino posible de vida y salvación para el ser humano. En este sentido, cobra especial dimensión el capítulo 6 del evangelio de San Juan, en el que Cristo afirma: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo, y el que coma mi carne vivirá para siempre».

En las procesiones, la forma consagrada ocupa el lugar central. El resto de los elementos están en función del Cuerpo de Cristo. De este modo, se destaca el papel redentor del Cordero de Dios, al que sus siervos le darán culto y cuya luz los iluminará (Apocalipsis 22, 3-5). Con esta celebración, la Iglesia acentúa el papel salvífico de Jesucristo y recuerda que es la única alternativa de vida posible y real para todo ser humano que desea y quiere encontrarse realmente con Dios.

Pilar Orihuela y José Babé