14 encuentros con la Cruz - Alfa y Omega

14 encuentros con la Cruz

Ni el mejor de los escenógrafos hubiera podido imaginar un espacio tan singular como el que enmarcó el rezo del Via Crucis junto al Papa. Queda ya para la memoria como uno de los signos más distintivos de Madrid 2011. Y queda grabado también, de forma muy especial, en el corazón del más ilustre visitante de la JMJ: Benedicto XVI

Eva Fernández

Bajo los focos de un sol demasiado generoso, hasta la diosa Cibeles parecía sonreír al saberse anfitriona de un escenario irrepetible. Frente a ella, el Cristo en la tierra. A su derecha, la Reina del Cielo, el magnífico paso de la Virgen de Regla. A sus pies, catorce obras de arte, tesoros de la imaginería española, algunos de ellos, como el Santísimo Cristo de la Buena Muerte, el de los Legionarios, salían de casa, por primera vez, para dejarse rezar. Y en medio del paseo de Recoletos, la Cruz de la Juventud. Un madero sobrio, sin crucifijo, portado a lo largo de las estaciones por unos cirineos a los que no hacía falta buscar en el diccionario las palabras persecución, dolor, enfermedad, guerras, marginación o pobreza. Su lugar de procedencia lo decía todo: Tierra Santa, Irak, Albania, Ruanda, Burundi, Sudán, Japón, Haití, Lorca.

Nada faltaba en un escenario donde «la fe y el arte se armonizan para llegar al corazón del hombre e invitarle a la comunión», tal como destacó un conmovido Santo Padre, al finalizar la ceremonia, que presidió hasta el final, a diferencia de lo sucedido en otras Jornadas Mundiales.

El misal de Katya

Durante las largas horas de espera previas al comienzo del vía crucis, se oía cantar, bailar y rezar en distintos idiomas, pero luego se comprobó que ante la Cruz no hacían falta traducciones. A pesar del calor y del cansancio acumulado, un grupo de jóvenes entre los que se encontraba Katya, rezaba en silencio. Llamaba la atención su misal con alfabeto cirílico en su portada. Era el de su madre. Hacía ya tres meses que una enfermedad mal curada en un escueto hospital ucraniano se la había llevado, pero en su mesilla Katya encontró un sobre con los anillos de su madre, junto a unas letras con la indicación de que los vendiera para viajar a Madrid.

Junto a Katya, la multitud de jóvenes y menos jóvenes que abarrotaban las calles y alrededores del eje Colón-Cibeles estaban dispuestos a adentrase en «el misterio de la Cruz gloriosa de Cristo que contiene la verdadera sabiduría de Dios». El termómetro marcaba 40 grados, mientras el silencio se hacía en el paseo de Recoletos. Comienza el vía crucis. Casi todos los jóvenes siguen el rezo de pie, algunos de rodillas. Primera Estación: el maestro Salcillo nos regala la imagen de la Santa Cena, y el magnífico coro pone la banda sonora. A mi izquierda, un periodista que sólo pasaba por ahí, por cuestiones de nómina, hojea indiferente el texto del vía crucis. Catorce pasos, catorce encuentros con la Cruz.

Octava Estación: La Verónica enjuga el rostro de Jesús. Un joven jerezano entona una saeta de las que erizan la piel y orean el alma. Se funden las luces. Declina la tarde. Se acerca esa Cruz que consuela, que calma, que pacifica, que sana heridas: «Miremos para ello a Cristo, colgado en el áspero madero y pidámosle que nos enseñe esta sabiduría misteriosa de la Cruz, gracias a la cual el hombre vive». Miro al periodista y le encuentro entregado a los textos escritos con esmero por las Hermanas de la Cruz.

Es el momento del Cristo de los Legionarios, del Cristo clavado al madero y que es portado por jóvenes con discapacidad. Así funciona la cruz. Por mucho que la enfermedad rompa el cuerpo o la mente, en ella «reconocemos el icono del amor supremo, en donde aprendemos a amar lo que Dios ama y como Él lo hace: ésta es la Buena Noticia que devuelve la esperanza al mundo».

Entra la Cruz en Cibeles y se sitúa frente a su Madre. La Soledad de la Virgen. Todos queremos consolarla. Lo hace en nuestro nombre Benedicto XVI: «Mírales con amor de Madre, enjuga sus lágrimas, sana sus heridas». Finaliza el vía crucis. El Papa nos da su bendición. La Cruz queda erguida bajo el cielo de Madrid. La Soledad de la Virgen parece calmarse por el cariño de los jóvenes. Como testigos, las catorce tallas, junto a sus orgullosos cofrades. Esto se llama fe. Lo demás son tonterías.

Una Madrugá que estremeció el agosto madrileño

Cuando apenas nos habíamos repuesto del impactante vía crucis, la Madrugá posterior hizo historia. Triana se hizo fuerte en Madrid. El incienso, los cirios y los redobles de tambor acercaron la Semana Santa al agosto. Las calles estaban abarrotadas por jóvenes y muchas familias que aplaudían con emoción cada levantá. Las explicaciones en inglés calmaban la sorpresa de quienes no estaban acostumbrados a tanta mezcla de sentimientos. Rompía la media noche cuando la Virgen de Regla entró, bailada por sus costaleros, en la Puerta del Sol de Madrid. Sobran los comentarios. Los propios cofrades que acompañaban sus pasos con cariño extremo aseguraban que en su vida habían visto algo semejante, sobre todo si recordamos que en la pasada Semana Santa muchos tuvieron que quedarse en casa por la lluvia. El Cristo de Medinaceli, el Señor de Madrid, parecía ruborizado por las veces que le gritaron guapo. No sabemos si Gregorio Fernández, Francisco Salcillo, Mariano Benlliure y Gil y el resto de maestros artesanos contemplaron desde el cielo esta tertulia inesperada e irrepetible de sus quince pasos madrugando por las calles de Madrid, pero gracias a ellos esta JMJ ya ha quedado grabada en la retina y el corazón de miles de personas que lo presenciaron.