Cuando tu fe se pone a prueba - Alfa y Omega

Cuando tu fe se pone a prueba

Una de las ideas que más repitió Benedicto XVI a los jóvenes fue la invitación a vivir una fe madura, coherente, firme ante las dificultades, capaz de mostrar la alegría de ser testigos de Dios en situaciones límites. Una fe arraigada en Cristo, de verdad. Quienes vivieron la Vigilia y la Eucaristía en Cuatro Vientos comprobaron hasta qué punto aquellas palabras eran ciertas. Porque la Providencia quiso que la explanada del aeródromo fuese la fragua en que se forjó, a golpe de sol y lluvia, una generación de cristianos a prueba de tormentas

José Antonio Méndez

Conforme pasan los días, el torrente de sentimientos que ha impactado en el corazón del peregrino va tomando forma y los análisis se hacen más serenos, más fríos quizá. Sin embargo, al peregrino que a las tres y media de la tarde del sábado llega a la explanada de Cuatro Vientos, no le queda más remedio que digerir cuanto vive conforme lo va viviendo. Y el primer impacto que recibe no es un frío análisis, sino el sofocante azote del sol, que abrasa el polvo del aeródromo. Horas antes, riadas de jóvenes han hecho cola en estaciones de Metro, en paradas de autobús o en las calles aledañas, con casi 40 grados a la sombra.

Dirigirse al cuadrante asignado para vivir la Vigilia no es fácil, y la multitud se apretuja para llegar no se sabe muy bien dónde. El panorama es sobrecogedor: hasta donde se extiende la vista, peregrinos de todos los países se mueven entre cantos, banderas y grandes nubes de polvo. El temor se hace presente: hace muchísimo calor, somos cientos de miles y los voluntarios comienzan a cerrar zonas para evitar avalanchas. Las cantimploras se vacían pronto y el Samur se lleva en volandas a peregrinos al borde del desmayo. Parece increíble que nadie proteste, que ningún grupo se enfrente a otro, que todos se ayuden, que todos se animen.

Las verdes praderas del desierto…

Ante aquel desierto sofocante, alguien cita la palabra de Dios, de memoria: El Señor es mi Pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas… Parece una broma, pero la Palabra es real. Una peregrina de la República Checa lo dice a su manera: «El momento es muy duro: sin agua, con poca comida y con mucho calor. Pero esto, de verdad, refresca mi fe, porque lo que estamos sufriendo es para apoyar al Papa y para encontrarnos con Jesucristo. Yo creo en Dios, y cuando hay que demostrarlo, se demuestra». Una compañera suya sonríe y añade: «También Él tuvo hambre y sed, así que no importa pasar un mal rato por Jesús. Además, lo ofrecemos por el Papa. En la JMJ nos lo estamos pasando muy bien, pero, sobre todo, hemos venido a rezar». El temor se desvanece y la fe cobra nuevo vigor: las altas temperaturas no dejan lugar a la tibieza.

Juntos se dice Together

Finalmente, la zona que se nos había asignado está repleta y los voluntarios dicen que hay que buscar nuevo emplazamiento. Los jóvenes de Cursillos de Cristiandad que acompañan a Alfa y Omega deciden irse lejos, muy lejos, donde no hay siquiera pantallas. Más tarde sabremos que pasaron la noche, hasta la madrugada, llevando comida y agua a las miles de personas que se quedaron fuera del recinto. Nosotros probamos fortuna en otra área. Y en otra. Y en otra. No hay un hueco libre: el suelo está alfombrado de esterillas y en el espacio en que cuatro peregrinos pueden dormir incómodos, se apiñan seis. Elliot (17 años), Luke (19), Daniel (19) y Tolysha (21), peregrinos canadienses, le dan la vuelta a la situación: «Ver que más de un millón de personas de todo el mundo ha venido para estar juntos, alrededor de Jesús, es increíble. No podíamos imaginar cuánto fortalece esto la fe. Sobre todo, cuando nos ponemos a rezar juntos. Somos de culturas muy distintas, pero estamos rezando juntos, ¡juntos con Jesús!», ellos, claro, lo dicen en inglés: Together with Jesus! Cuando les decimos que no sabemos dónde vamos a poder dormir, apiñan sus mochilas y sus sacos y repiten: Together. Juntos. Together with Jesus.

La hora es ahora

El cielo comienza a oscurecerse y una sombra nubla la alegría: ¿Será posible que también vaya a llover? Un grupo de franceses, de la parroquia parisina de San Francisco Javier, ondea la bandera de Europa con el Sagrado Corazón en el centro. Están eufóricos, ajenos a todo nubarrón, porque el Papa va a consagrar a los jóvenes del mundo al Corazón de Cristo: «Jesús es el amor más grande y todos necesitamos amor, empezando por mí –exclama una joven–. Cristo arde en amor por todos nosotros, y como eso es real, no es una forma de hablar, cuando te entregas a su amor, te enciende, te hace arder en amor a Él y a los demás». Y añade, en vilo: «Por eso estamos todos aquí: porque Cristo vive y nos ama, y cuando estamos en comunión con la Iglesia, junto al Papa, podemos construir la comunidad humana más grande, para seguir extendiendo el amor de Dios. Los jóvenes no somos el futuro de la Iglesia: ¡somos el presente! Y queremos que el mundo arda en amor a Cristo, ¡porque Dios es misericordia y el mundo necesita ahora misericordia, no podemos esperar a mañana!».

Permanecer o abandonar

El Papa llega y el júbilo se apodera de Cuatro Vientos. Los jóvenes corean su nombre y miran a las pantallas con amor y respeto, como los hijos a los padres. No hay recelo, ni nostalgia de otros años, de otro Papa. Gary, un suizo, dice: «El Papa sabe hablar a los jóvenes. Está sufriendo mucho por nosotros: ataques, mentiras… Y queremos agradecérselo a toda costa». Entonces, la Providencia les brinda una ocasión para demostrarlo: la lluvia comienza a caer con fuerza y el viento sacude con intensidad. Las pantallas se apagan y el acto se interrumpe en dos ocasiones: tras la lectura del Evangelio y en mitad del discurso del Papa. En ambas ocasiones, la última frase es la misma: ¡Permaneced en mi amor! Ante la situación, hay dos salidas: abandonar, irse a casa y seguir el acto de lejos, en solitario, o permanecer junto a la Iglesia, junto al Papa, en mitad de una tormenta que no se sabe cuánto durará, ni qué efectos puede tener. Surgen las dudas. La tentación. Una paloma huye de la lluvia y sobrevuela varias parcelas, entre las risas cómplices de los peregrinos. Los mismos jóvenes que han soportado manifestaciones de protesta contra el Papa, insultos y agresiones, que han abrasado sus rostros al sol y han viajado miles de kilómetros, se cobijan bajo plásticos, se ponen a rezar para que escampe, ofrecen su incomodidad por el Papa y, sobre todo, corean a una voz: ¡Ésta es la juventud del Papa! La decisión está tomada: se quedan con Cristo. Se quedan con la Iglesia.

Silencio: se reza

La tormenta amaina y comienza la Adoración del Santísimo. De pronto, la algarabía cesa por completo. Los corazones clavan los ojos en la custodia y absolutamente nadie dice una palabra. Dos millones de personas se arrodillan en silencio total, incluso quienes no ven las pantallas. Es sobrecogedor. Cristo está aquí, ellos lo saben, y dos millones de jóvenes mantienen una silenciosa conversación con Jesús el Nazareno, presente en la Eucaristía. El coro rociero Paz y esperanza no puede actuar, el Papa no puede terminar su discurso… Sólo Él, Cristo, es el protagonista. El que convoca. El que acude. Todo lo demás es secundario.

A lo largo de la noche, miles de peregrinos oran, se confiesan y se entregan a Dios en las carpas de adoración que la tormenta no ha desvencijado. Otros cantan y, los menos, consiguen dormir. Uno de nuestros amigos canadienses dice: Hemos sido probados en la fe. Tiene razón. En esta Jornada Mundial de la Juventud, la fe en Dios y en la Iglesia de los apóstoles del siglo XXI se ha puesto a prueba ante muchos tipos de tormentas. Y es firme.