El Papa se compromete a «proteger con amor lo que Dios nos ha dado» - Alfa y Omega

El Papa se compromete a «proteger con amor lo que Dios nos ha dado»

Custodiar con ternura. Esa es la vocación de cada uno. Es el mensaje del nuevo Papa. Quizá, sus líneas de gobierno. Claro, sencillo, profundo, comprometido. Dicho en italiano en no más de veinte minutos. Y la Plaza de San Pedro se quedó pensativa hasta el final de la celebración (A eso de las 11.20 horas de la mañana). El recogimiento del nuevo Papa se transmitía como si se tratara de hacer la ola entre los más de las 200.000 personas que seguían la Misa de inicio de Pontificado

VIS

«Es un Papa puntual. Incluso se adelanta. Al menos hoy ha sido así», decía en alemán un católico, entrado en años, que llevaba horas delante de una pantalla en Via de la Conciliazione viendo como, poco a poco, llegaban otros miles. Tenía razón. Fue la primera improvisación. El jeep apareció en la Plaza de San Pedro cerca de las 8:50. De pie, el Papa Francisco, sonriente, con su sotana blanca, su muceta, su cruz pectoral (la que ya tenía por ser obispo), y con zapatos negros (no rojos)… Bendiciendo a su paso, saludando. La gente ha empezado a correr con sus banderas, con sus hijos, sus amigos, sus enfermos. Entonces, Francisco ha cogido a un bebe en sus brazos y, para más asombro de todos, se ha bajado después del papamóvil. «¿Que pasa?», preguntan algunos. El nuevo Papa había visto a un enfermo y quería acariciarlo y bendecirlo.

«No tengáis miedo»

Es el nuevo Papa. El argentino, el primer Papa americano, el primer Francisco, líder ya de la Iglesia católica, que hoy se ha presentado al mundo y que en pocos días ha ilusionado a tantos. El pueblo ya le conoce como el Papa cercano, sencillo, «que es como un padre», que saluda con un «buenas tardes» y se despide con un «buen almuerzo». El Papa que a primera hora de esta misma mañana ha telefoneado a su tierra natal, donde sus compatriotas le acompañaban desde la Plaza de Mayo de Buenos Aires y, teléfono en mano, en directo, sorprendiendo a todos ha dejado un mensaje: «No tengáis miedo». Las mismas palabras que en 1978 dijo uno de sus predecesores, el Papa polaco Karol Wojtyla.

Francisco es la primera vez que recorre la Plaza en papamóvil. Y la gente quiere verlo bien, más cerca, mejor… El nuevo Papa, pasa y vuelve a pasar alrededor de las columnatas…, quizás es el recorrido más largo que hasta hoy ha hecho un Romano Pontífice en jeep, recorriendo lo que hace más de XXI siglos fue el Circo de Nerón, según asegura la Historia, el sitio donde según confirman los investigadores de nuestro tiempo fue martirizado Pedro, el pescador, el primer Papa de la Iglesia católica, y cuyos restos están enterrados en el mismo suelo. Del escenario primitivo, quizá lo único que queda en pie es el gran obelisco, traído a Roma desde Heliópolis por orden del emperador Calígula. Este obelisco alrededor del cual cientos de operarios han estado trabajando toda la noche para la histórica fecha.

Una fiesta con muchos invitados

Hoy, veintiún siglos después, los testigos son otros, y otro es el espectáculo, aunque el protagonista vuelve a ser un hombre común: Jorge Mario Bergoglio, argentino, 76 años, Técnico Químico. Sus seguidores pueden ser 1.165.714.000, la cifra oficial de católicos que hay en el mundo (una de cada 6 personas que hay en el mundo). Y esta vez, en las gradas hay hombres y mujeres venidos de más de 127 países del mundo, venidos «porque han querido», como ha insistido la Santa Sede: «El Vaticano no invita a unos sí y a otros, no; el Vaticano informa a todos, y ofrece una calurosa acogida al que viene, sin favorecer ni rechazar a nadie». Y así lo han hecho seis reyes, tres príncipes herederos, 31 jefes de estado, 11 jefes de Gobierno… Y más de 1.200 sacerdotes o seminaristas y 250 obispos católicos. Pero la cifra que no se puede contabilizar es la de los hombres, mujeres, jóvenes, niños y ancianos: de toda condición, fe, lengua, cultura, categoría, estado, opinión.

En la ceremonia, por destacar sumariamente, se puede citar al Patriarca ecuménico Bartolomé I; el católico armenio de Etchmiadzin, Karekin II; el metropolitano Hilarion, del Patriarcado de Moscu, el arzobispo anglicano, Sentamu; el secretario del Consejo Ecuménico de la Iglesia, Fyske Tveit… Y los 16 judíos, rabinos, de las comunidades hebraicas más importantes del mundo, y líderes de otras religiones como la musulmana, budista, sikh, o jainista.

Arriba, en lo alto del llamado «brazo de Carlo Magno», las cámaras de algunos de los cerca de 6.000 periodistas que cubren el evento. Allí han visto amanecer. Algunos llegaron a las cuatro de la madrugada. Muchos de ellos culminan así su trabajo en Roma, siguiendo día a día, y entre otras muchas cosas, el briefing del Director de la Sala de Prensa de la Santa Sede, el padre Lombardi, al que ayer en bloque ofrecían un obsequio en agradecimiento.

Con los patriarcas orientales

Pero empieza la ceremonia. Lo hace dentro de la Basílica, venerando a San Pedro, en su tumba. Lo hace el Santo Padre Francisco, que para este importante momento ha querido estar acompañado por los 10 patriarcas arzobispos de las principales iglesias católicas orientales. Solo ellos. ¿Por qué? Quizá para manifestar, también así, la universalidad de la Iglesia católica, con dos ritos, oriental y latino, iguales en esencia y dignidad. De allí, de la tumba de San Pedro, es de donde parte el evangeliario, alzado, en alto –como indica la liturgia–, el palio papal y el nuevo anillo del pescador.

Fuera, en la Plaza, la Santa sede ha colocado a la derecha del altar a las personalidades eclesiásticas no concelebrantes; a la izquierda, las autoridades políticas y civiles. Un protocolo cuya primera norma no es la riqueza, sino la belleza. También en el esplendor de los cánticos, entonados por el Coro de la Capilla Sixtina y de la Academia Pontificia del Instituto de Música Sacra. El primer canto gregoriano ha sido «¡Cristo es Rey!» Ya en la Misa, para el ofertorio, se ha elegido un motete de Pierluigi di Palestrina, una pieza compuesta para esta celebración: «Tu eres el pastor de las ovejas». Después, otras melodías, entre otras alguna del maestro Vitoria, además del canto de las letanías de los santos, concluida con los últimos tres papas santos: Gregorio VII, san Pío IX, san Pío X.

El palio y el anillo

Dos son los momentos más importantes de la ceremonia que se desarrollan antes de que comience la Misa. Ritos con los que Jorge Mario Bergoglio pasará a ser el Papa Francisco. El primero es la imposición del palio: confeccionado de lana de oveja, al Santo Padre se lo impone el cardenal protodiácono (el mismo que anunció su nombre desde el balcón de San Pedro). Representa el cuidado que el buen pastor debe tener con su rebaño, con sus ovejas, con la Iglesia.

Después, el decano de los cardenales, Angelo Sodano, ha entregado a Francisco el anillo del pescador, cuya imagen es Pedro con las llaves. Es de plata dorada. Realizado por el artista Enrico Manfrini. Pero ni se ha hecho ni se ha comprado ahora. Era de monseñor Macchi, ese monseñor amigo de los artistas que fue secretario de Pablo VI. Después el anillo pasó a ser propiedad de otro monseñor, Malnati; él ha sido quien lo ofreció al cardenal Re, por si el nuevo Romano Pontífice quería utilizarlo.

Y por último, entre estos ritos, el acto de la promesa de obediencia al nuevo Papa: seis cardenales, dos por cada orden. ¿Y dónde están los otros representantes del Pueblo Santo de Dios? Los católicos de a pie ofrecerán este gesto de obediencia al nuevo Papa en la catedral de San Juan de Letrán en una ceremonia prevista para los próximos días.

El Evangelio, en griego

Comienza la Misa. Es la que corresponde a la Solemnidad de San José, Patrono de la Iglesia universal. Concelebran 180 cardenales, los patriarcas de las iglesias católicas que no son cardenales, el secretario del colegio cardenalicio, y dos sacerdotes, los dos españoles, que ocupan los cargos de Presidente y Vicepresidente de la Unión de Congregaciones y Ordenes Mayores: el franciscano Carballo y el jesuita, Adolfo Nicolás, el Superior de Francisco hasta el pasado 13 de marzo.

El Evangelio, momento culminante de la liturgia de la palabra, se ha proclamado en griego, en deferencia al rito oriental. Después, la homilía del Papa Francisco, en italiano. En la plaza un gran silencio. El Santo Padre, muy tranquilo. «Parece que siempre ha sido Papa», dicen en la plaza, nada más escuchar sus primeras palabras. El texto ha sido entregado por la Oficina de Prensa de la Santa sede con anterioridad, pero con un aviso: «Este Papa ama improvisar. ¡Estén ustedes muy atentos!» No, el Papa Francisco no ha improvisado.

Sin miedo a la ternura

El Papa habla de san José, lo pone de ejemplo, describe su vocación, y ensalza su fidelidad y disponibilidad; comenta cómo ha sabido escuchar a Dios, cómo está atento a todo lo que sucede a su alrededor… Éste es el preámbulo de su discurso. Después viene el núcleo de la homilía, cuando el papa Francisco liga esta vocación a la de todos, a la de cada uno, también a la suya. Y concluye con un rotundo desenlace: la responsabilidad de custodiar con ternura, de no destruir, lo que hemos recibido; desde la creación, hasta a nosotros mismos, a los que nos rodean, y especialmente a los más pobres. «No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura», señala el Papa Francisco. «Porque todos estamos llamados a hacer brillar la estrella de la esperanza: protejamos con amor lo que Dios nos ha dado». Así ha concluido su homilía el nuevo Obispo de Roma, la homilía de inicio del pontificado.

En San Pedro se ha hecho el silencio. «Estamos callados pero el volcán en plena ebullición está por dentro», comenta un joven, uno de los muchísimos jóvenes italianos que han venido hasta aquí trayendo a sus hijos, y en algunos casos éstos son todavía bebés. A su lado, un grupo que viene del Líbano y que recuerdan los viajes al Líbano de Juan Pablo II y Benedicto XVI. «Francisco, también vendrá. ¡Estamos seguros!».

Al final, con la Misa terminada (una liturgia bella pero recortando tiempos para no hacer el acto demasiado largo, como era el deseo de Francisco), el Papa se ha dirigido a rezar frente a la imagen de la Virgen que ha presidido todo. Después, ya entre los gritos de la gente: Francesco! Francesco! Francesco!, los cánticos gregorianos, y las campanas de San Pedro que tocan a fiesta, el recién Santo Padre ha vuelto a entrar en la Basílica, donde se ha quitado los ornamentos sagrados, y delante del Altar de la confesión, ha recibido el saludo de los representantes diplomáticos de 132 países y de diversas organizaciones presentes en la misa. Dos horas de saludo. Las principales delegaciones han sido las de Argentina (encabezado por la presidenta Cristina Fernández de Kirchner y 19 personas más de su Gobierno) y la de Italia, con sus presidentes al frente: República, Gobierno, Senado, Congreso y Tribunal. Ya, en los próximos días, el Padre Francisco tendrá que resolver cómo contestar a los millones de mails que ya ha recibido. Y eso que aún no hay dirección oficial.

Texto íntegro de la homilía del Papa:

Doy gracias al Señor por poder celebrar esta santa Misa de comienzo del ministerio petrino en la solemnidad de san José, esposo de la Virgen María y Patrono de la Iglesia universal: es una coincidencia muy rica de significado, y es, también, la onomástica de mi venerado predecesor: le estamos cercanos con la oración, llena de afecto y gratitud.

Saludo con afecto a los hermanos cardenales y obispos, a los presbíteros, diáconos, religiosos y religiosas y a todos los fieles laicos. Agradezco su presencia a los representantes de las otras Iglesias y comunidades eclesiales, así como a los representantes de la comunidad judía y otras comunidades religiosas. Dirijo un cordial saludo a los Jefes de Estado y de Gobierno, a las delegaciones oficiales de tantos países del mundo y al cuerpo diplomático.

Hemos escuchado en el Evangelio que «José hizo lo que el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su mujer». En estas palabras se encierra ya la misión que Dios confía a José, la de ser custos, custodio. Custodio ¿de quién? De María y Jesús; pero es una custodia que se alarga luego a la Iglesia, como ha señalado el Beato Juan Pablo II: «Al igual que cuidó amorosamente a María y se dedicó con gozoso empeño a la educación de Jesucristo, también custodia y protege su cuerpo místico, la Iglesia, de la que la Virgen santa es figura y modelo».

¿Cómo ejerce José esta custodia? Con discreción, con humildad, en silencio, pero con una presencia constante y una fidelidad total, aun cuando no comprende. Desde su matrimonio con María hasta el episodio de Jesús en el templo de Jerusalén a los doce años, acompaña en todo momento con esmero y amor. Está junto a María, su esposa, tanto en los momentos serenos de la vida como en los difíciles, en el viaje a Belén para el censo, y en las horas temblorosas y gozosas del parto; en el momento dramático de la huida a Egipto y en la afanosa búsqueda de su hijo en el Templo; y después, en la vida cotidiana en la casa de Nazaret, en el taller donde enseñó el oficio a Jesús.

¿Cómo vive José su vocación como custodio de María, de Jesús, de la Iglesia? Con la atención constante a Dios, abierto a sus signos, disponible a su proyecto, y no tanto al propio;  y eso es lo que Dios le pidió a David, como hemos escuchado en la primera lectura: Dios no quiere una casa construida por el hombre, sino la fidelidad a su palabra, a su designio; y es Dios mismo quien construye la casa, pero de piedras vivas marcadas por su Espíritu. Y José es custodio porque sabe escuchar a Dios, se deja guiar por su voluntad, y precisamente por eso es más sensible aún a las personas que se le han confiado: sabe cómo leer con realismo los acontecimientos, está atento a lo que le rodea, y sabe tomar las decisiones más sensatas.

En él, queridos amigos, vemos cómo se responde a la llamada de Dios, con disponibilidad, con prontitud; pero vemos también cuál es el centro de la vocación cristiana: Cristo. Guardemos a Cristo en nuestra vida, para guardar a los demás, salvaguardar la creación.

Pero la vocación de custodiar no sólo nos atañe a nosotros, los cristianos, sino que tiene una dimensión que antecede y que es simplemente humana, corresponde a todos. Es custodiar toda la creación, la belleza de la creación, como se nos dice en el libro del Génesis y como nos muestra san Francisco de Asís: es tener respeto por todas las criaturas de Dios y por el entorno en el que vivimos. Es custodiar a la gente, el preocuparse por todos, por cada uno, con amor, especialmente por los niños, los ancianos, quienes son más frágiles y que a menudo se quedan en la periferia de nuestro corazón. Es preocuparse uno del otro en la familia: los cónyuges se guardan recíprocamente y luego, como padres, cuidan de los hijos, y, con el tiempo, también los hijos se convertirán en cuidadores de sus padres. Es vivir con sinceridad las amistades, que son un recíproco protegerse en la confianza, en el respeto y en el bien. En el fondo, todo está confiado a la custodia del hombre, y es una responsabilidad que nos afecta a todos. Sed custodios de los dones de Dios. Y cuando el hombre falla en esta responsabilidad, cuando no nos preocupamos por la creación y por los hermanos, entonces gana terreno la destrucción y el corazón se queda árido. Por desgracia, en todas las épocas de la Historia existen Herodes que traman planes de muerte, destruyen y desfiguran el rostro del hombre y de la mujer.

Quisiera pedir, por favor, a todos los que ocupan puestos de responsabilidad en el ámbito económico, político o social, a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: seamos custodios de la creación, del designio de Dios inscrito en la naturaleza, guardianes del otro, del medio ambiente; no dejemos que los signos de destrucción y de muerte acompañen el camino de este mundo nuestro. Pero, para custodiar, también tenemos que cuidar de nosotros mismos. Recordemos que el odio, la envidia, la soberbia ensucian la vida. Custodiar quiere decir, entonces, vigilar sobre nuestros sentimientos, nuestro corazón, porque ahí es de donde salen las intenciones buenas y malas: las que construyen y las que destruyen. No debemos tener miedo de la bondad, más aún, ni siquiera de la ternura.

El preocuparse, el custodiar, requiere bondad, pide ser vivido con ternura. En los evangelios, san José aparece como un hombre fuerte y valiente, trabajador, pero en su alma se percibe una gran ternura, que no es la virtud de los débiles, sino más bien todo lo contrario: denota fortaleza de ánimo y capacidad de atención, de compasión, de verdadera apertura al otro, de amor. No debemos tener miedo de la bondad, de la ternura.

Hoy, junto a la fiesta de san José, celebramos el inicio del ministerio del nuevo obispo de Roma, sucesor de Pedro, que comporta también un poder. Ciertamente, Jesucristo ha dado un poder a Pedro, pero ¿de qué poder se trata? A las tres preguntas de Jesús a Pedro sobre el amor, sigue la triple invitación: Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas. Nunca olvidemos que el verdadero poder es el servicio, y que también el Papa, para ejercer el poder, debe entrar cada vez más en ese servicio que tiene su culmen luminoso en la cruz; debe poner sus ojos en el servicio humilde, concreto, rico de fe, de san José y, como él, abrir los brazos para custodiar a todo el pueblo de Dios y acoger con afecto y ternura a toda la Humanidad, especialmente los más pobres, los más débiles, los más pequeños; eso que Mateo describe en el juicio final sobre la caridad: al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al encarcelado. Sólo el que sirve con amor sabe custodiar.

En la segunda lectura, san Pablo habla de Abraham, que, «apoyado en la esperanza, creyó, contra toda esperanza». También hoy, ante tantos cúmulos de cielo gris, hemos de ver la luz de la esperanza y dar nosotros mismos esperanza. Custodiar la creación, cada hombre y cada mujer, con una mirada de ternura y de amor es abrir un resquicio de luz en medio de tantas nubes, es llevar el calor de la esperanza. Y, para nosotros los cristianos, como Abraham, como san José, la esperanza tiene el horizonte de Dios, que se nos ha abierto en Cristo, está fundada sobre la roca que es Dios.

Custodiar a Jesús con María, custodiar toda la creación, custodiar a todos, especialmente a los más pobres, custodiarnos a nosotros mismos; he aquí un servicio que el obispo de Roma está llamado a desempeñar, pero al que todos estamos llamados, para hacer brillar la estrella de la esperanza: protejamos con amor lo que Dios nos ha dado.

Imploro la intercesión de la Virgen María, de san José, de los apóstoles san Pedro y san Pablo, de san Francisco, para que el Espíritu santo acompañe mi ministerio, y a todos vosotros os digo: orad por mí. Amén.

+ Francisco, Papa