Jan Twardowski, poeta de la misericordia - Alfa y Omega

Jan Twardowski, poeta de la misericordia

Antonio R. Rubio Plo

Me contaba un amigo que su vida cristiana empezó a cambiar al descubrir otro significado en la conocida expresión agustiniana «Tarde te amé». Se había percatado de que su destinatario no solo era Dios, sino también el prójimo, pues sus ojos y oídos, bien dispuestos para las prácticas de piedad, no se mostraban siempre sensibles, aunque fuera de modo inconsciente, a la presencia de la gente con que se relacionaba. Enseguida me vino a la memoria un poema del sacerdote y poeta polaco Jan Twardowski, del que se ha cumplido el centenario de su nacimiento. Son unos versos para recordar cómo nos apremia la caridad de Cristo: «Démonos prisa en amar, la gente se va tan pronto,/solo deja tras ellos sus zapatos y un teléfono mudo / Amamos siempre poco y demasiado tarde». El poeta nos invita a estar muy atentos para descubrir el rostro de Cristo en el prójimo: «Cualquiera que sale a nuestro encuentro viene de Su parte, / mas nos resulta tan cabalmente corriente, que no nos percatamos de ello».

Jan Twardowski, con una antología en español (Editorial Rialp), aspira a una búsqueda de Dios en lo ordinario, sin olvidar al ser humano. Antes bien, se inclina a la grandeza de su dignidad. Es un escritor cercano, cuya tarea consiste en ir «distinguiendo, como la abeja, del modo más directo/la perfección del ordinario bien de cada día, / pues siempre lo menos abstracto es lo más verdadero». Es también un poeta de la misericordia, revestida de comprensión y de una sonrisa. Representa el amor cristiano desinteresado, al que no le importa ser tachado de ingenuo o de débil, pues su modelo es Cristo: «El Omnipotente, cuando ama, sabe ser el más débil».

Pero no estamos ante tácticas elaboradas. Un cristiano se deja llevar por Dios en su deseo de ser amigo sincero de sus amigos. Otro ejemplo sencillo del poeta polaco: «No empezaré a verter con mi cucharilla en su oído la santa Teología; / me limitaré a sentarme junto a usted y confiarle mi secreto: / yo, un sacerdote, / creo en Dios como lo haría un niño».