Un hombre llamado Juan - Alfa y Omega

Un hombre llamado Juan

Alfa y Omega
El cardenal Roncalli (izqda.), en Compostela, con el cardenal Quiroga Palacios (dcha.)

Lo cuenta el cardenal español Julián Herranz en su libro de memorias titulado En las afueras de Jericó: «En los primeros meses de 1961, se propagó el rumor de que la preparación del Concilio ya estaba a punto. Cuando el cardenal Felici, luego Secretario del Concilio, le contó al Papa Juan XXIII lo que había dicho un metropolita ortodoxo sobre el interés del demonio en desencadenar batalla en el Concilio, Juan XXIII exclamó: Pero, ¿cómo? ¿Piensa usted, monseñor, que ante un acontecimiento tan decisivo de la Iglesia, el demonio se va a ir de vacaciones? Si el Concilio es obra de Dios, como no dudamos, ¡no faltarán tribulaciones!» Y apunta el cardenal Herranz: «Y no faltaron».

La anécdota es suficientemente elocuente sobre las convicciones profundas de aquel Juan XXIII que, cuando se consagró la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, envió un mensaje en el que se mostraba feliz y afirmaba: «Amamos a España». En la década de los cincuenta, cuando todavía era nuncio en París, había visitado Córdoba, Granada, Sevilla, Toledo, Madrid, El Escorial y Burgos.

Cuatro años después, siendo Patriarca de Venecia, había querido peregrinar a Compostela para ganar el Jubileo y había podido seguir las huellas de nuestros grandes santos: Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Francisco Javier… Se había postrado a los pies de la Virgen en Covadonga y en Montserrat, y cuentan sus biógrafos que, cuando la chiquillería española se acercaba a besarle la mano, comentaba entusiasmado: «Se ve que están acostumbrados».

Siempre se había sentido impactado por la vivencia popular de la fe católica en España, y por la hondura con la que la fe impregnaba nuestra sociedad. Lo recordaría, siendo ya Papa, en la carta que envió al Episcopado español en 1962. Como había escrito en el mensaje enviado a través del cardenal Cicognani, en 1960, a los fieles congregados «en la grandiosa iglesia de la Santa Cruz del Valle de los Caídos», siempre quiso «alentar a los católicos españoles en su empeño de conservar, íntegro y puro, su fecundo patrimonio espiritual. Testigo es la Historia de que los altos ideales cristianos dieron cohesión e impulso a sus antepasados para las grandes empresas; y de que, cuando decayeron tales ideales, se mermaron y debilitaron igualmente sus lazos de unión, poniéndose en peligro su límpida y heroica trayectoria secular».

Son palabras que hablan por sí solas de la admiración y del amor a España de aquel Pontífice, enamorado de la paz, cuyo lema episcopal era Obediencia y paz, y cuyo talante espiritual, de inconmensurable grandeza, fue perfectamente definido por sus sucesores cuando hablaron de su sapientia cordis, de la sublime sabiduría de su corazón. Fue san Juan XXIII un hombre de Dios, enviado por Él –un hombre llamado Juan– providencialmente para un momento clave de la Iglesia en el mundo moderno.

Fue un Papa muy querido, y a veces también incomprendido. El secreto de su contagiosa simpatía fue su desbordante bondad, su sencillez evangélica y su natural paternidad, como la tarde de la apertura del Concilio, cuando pidió a la gente que abarrotaba la Plaza de San Pedro que llevaran a sus hijos «la caricia del Papa». Su espontaneidad, su alegría y su esperanza que invitaban a la confianza en Dios; su «santa ingenuidad», de la que habló Pablo VI, que fue perfectamente compatible con la más fina e inteligente diplomacia vaticana, le llevaron a pronunciar aquella frase inolvidable: «A Nos –todavía los Papas usaban el Nos mayestático, y él también– parece obligado disentir de esos profetas de desventuras que anuncian acontecimientos siempre infaustos, como si nos acechase el fin del mundo».

Lo ha contado también el cardenal Herranz en el libro anteriormente citado. Durante las fases preparatorias del Concilio, las divergentes opiniones recaían sobre el cardenal Tardini, Secretario de Estado; cuando murió, pasaron al cardenal Felici, Secretario del Concilio, a quien Juan XXIII trató siempre con amorosa comprensión. Un día, un Padre conciliar protestó al Papa, muy molesto, por una determinada actuación de Felici. El Papa le respondió: «Tenga usted paciencia. Piense que ni el Secretario General ni yo hemos hecho nunca un Concilio…».