Hay que poner en juego el corazón - Alfa y Omega

El sábado pasado iniciaba el trabajo el nuevo Consejo de Pastoral. Se había remitido a los nuevos consejeros la bula de convocación del Jubileo de la Misericordia. Después de la oración y de la presentación, tuve una breve intervención, en torno a la idea de que «la Iglesia en Madrid reflexiona sobre la bula del Papa Francisco Misericordiae Vultus y busca caminos para que el rostro de la Misericordia, Jesucristo, sea acogido, cuidado y anunciado por nuestras comunidades cristianas». Los miembros del Consejo de Pastoral, distribuidos en grupos, reflexionaron sobre estas preguntas: 1) Rasgos esenciales de nuestras parroquias y comunidades que se nos ofrecen en la bula, así como los signos de la esencia de una espiritualidad que nace de la misericordia; 2) Proyectos, tareas y razones por las que las proponemos en este Año de la Misericordia, que nacen de la comunión y misión en el anuncio de la alegría del Evangelio. Después hubo una larga puesta en común y, con el fin de recoger lo más significativo de lo que allí se dijo, me dirijo a vosotros con esta carta.

¡Qué fuerza tiene para mí decir que la fe se difunde por atracción! Así nos conquista el corazón Dios. Por ello pensé en alto, y así lo manifesté en mi intervención, que si hoy, en muchas ocasiones, los hombres no están interesados en escuchar a Dios o tienen dificultades de audición de la voz de Dios, de ver su presencia en tantas circunstancias y situaciones, hagamos que atraiga la Belleza de su Bondad. Que sea esta Belleza la que interpele e interrogue, la que nos acerque a todos y haga posible que se acerquen. Esto es lo que hace que los hombres busquen sus raíces para que entren en su corazón y en el núcleo de su ser esta Belleza y Bondad en las que se les manifiesta Dios. Es esencial. Cuando rastreo el Evangelio y me fijo en por qué el Señor atraía, solamente encuentro razones para decir que manifestaba la Belleza y la Bondad de Dios, en definitiva, su misericordia.

Me impresionaron las palabras de uno de los grupos, cuando dijeron que teníamos que dejar que la mirada de Dios se fije en todos nosotros: sacerdotes, vida consagrada, laicos…

Hogares de la misericordia

Nuestras comunidades cristianas tienen que dejarse mirar por Dios. Es necesario que nos percatemos de que, en un mundo en el que nadie consigue interesar con palabras, interesemos siendo testigos; solo tienen audición los testigos. Los cristianos hemos de hacer todo lo que está de nuestra parte, sabiendo que el Señor nos da su gracia y su amor, que Él nos acompaña, y decirnos unos a otros: «movilicemos nuestro corazón con el ritmo que el Señor le puso al darnos su Vida». No tengamos miedo, no dudemos, pues en este mundo en el que los hombres no conseguimos interesar por las palabras, los discípulos de Jesús lo vamos a hacer mostrando la misericordia de Dios. Tomamos la decisión de mostrar con nuestras vidas la presencia de un Dios que nos ama y nos salva, pues tenemos la seguridad de que esto es de máxima necesidad e interés para los hombres.

No tengamos miedo a depender de la ternura de Dios, es decir, de su amor que es misericordia. ¡Qué fuerza tiene la vida y lo que hacemos cuando descubrimos la misión que Dios nos confía! Nada más ni nada menos que recordar a todos los hombres que los brazos de Dios están abiertos para todos y que desea curarnos con su perdón y alimentarnos con su misma vida. No escapemos de esta gran misión. No hagamos alambradas con nuestras certezas, que quitan libertad y atan, amarran y rompen a los hombres. Acerquemos a los hombres a Dios como Él mismo lo hizo: con su ternura, con su amor y su misericordia; sabiendo que la libertad verdadera, que la capacidad de hacer un mundo de hermanos, llega con Dios, quien nos hace poner en juego el corazón y así abre siempre a horizontes de mayor servicio a los demás. ¡Qué palabras más bellas salían de los miembros del Consejo! «Parroquias orantes», «con las puertas abiertas», «cuidando el sacramento de la reconciliación», «que salen al encuentro», «mostrando calor humano en la acogida», «que se tienden las manos», «que sus miembros se conocen»; «hagamos ejercicios de la misericordia», «seamos sensibles a las necesidades de quienes están a nuestro lado», «apoyémonos los unos a los otros», «detectemos y nombremos las necesidades de quienes nos encontramos por el camino»; «preguntémonos ¿qué enfermedad real y grande es la que padece hoy el ser humano?»; «descubramos y contemplemos los rostros de misericordia y los rostros de quienes la están pidiendo», «contemplemos con fuerza cómo la misericordia es un bien irreductible»; «proyectemos el gran valor misionero de la misericordia», y «replanteemos en nuestras comunidades el servicio de la misericordia, que adquiere una expresión en su máxima belleza en el sacramento de la confesión».

Tenemos que vivir la experiencia de la misericordia. De ahí la necesidad de una comunidad cristiana en la que se perciba el inmenso abrazo de Dios, aquel que le dio el padre al hijo pródigo cuando regresó a casa. En la comunidad cristiana aprendo a ser misericordioso porque me pongo con un solo corazón y un mismo espíritu en manos de Dios. Nuestras comunidades cristianas tienen que ser hogares de la misericordia, donde, desde el silencio orante y la conversación con Dios y con los hombres, así como desde la escucha de la Palabra, poder vivir desde la fe, la esperanza y la caridad, abrazados por la misericordia de Dios en la confesión y alimentarnos del pan de la Eucaristía, asumiendo la tarea de restaurar en este mundo la dignidad del prójimo con los mismos sentimientos de Cristo. Tengamos una espiritualidad que construye y nos hace misericordiosos, una misericordia que va incluso más allá de la justicia, garantizando la vida de todos, hasta dar la vida por ellos. Con la misma fuerza del Señor digamos: «comunidad cristiana, ayudaos a aprender a mirar a todos los hombres y a todas las realidades del mundo de una manera nueva, con misericordia entrañable».

El Año de la Misericordia nos ha de ayudar a que nuestra vida y nuestros proyectos surjan de unas comunidades cristianas que posan su mirada siempre sobre la gente, de tal manera que no veamos lo que queremos ver, sino lo que realmente hay y lo que más necesitan los hombres: contemplar, vivir y anunciar al rostro de la misericordia que es Jesucristo. Es decir, acoger, cuidar y anunciar la misericordia, como recordé en la apertura del Jubileo Extraordinario de la Misericordia. Es nuestra gran misión en todas las comunidades cristianas, cada una con un colorido singular. Para ello, hagamos una inmersión en la experiencia de Dios, vivamos la fraternidad, potenciemos todo aquello que genera actitudes de misericordia; que nadie quede descartado por ningún motivo, que los más débiles sean los primeros. Lo peor que le puede suceder a nuestras comunidades es caer en lo que De Lubac llamó «mundanidad espiritual», que es ponerse en el centro uno mismo y no poner a Dios. La misericordia permite a todos los hombres soñar y descubrir que el sueño es realidad: somos hermanos, tenemos un Padre que nos cuida y nos ha mandado a su Hijo para regalarnos el amor mismo de Dios y darnos su Espíritu; a fin de que nosotros sigamos entregando este amor que es misericordia, la única fuerza que cambia el mundo porque cambia el corazón del hombre.