Al pueblo de la diócesis de Salamanca, en Alba de Tormes - Alfa y Omega

Al pueblo de la diócesis de Salamanca, en Alba de Tormes

Después de visitar los monasterios abulenses de la Encarnación y el de san José, y de celebrar la Eucaristía en Ávila, Juan Pablo II se dirigió al pequeño pueblo salmantino de Alba de Tormes, en cuyo Carmelo descalzo, fundado por la Mística Doctora, se veneran su sepulcro y las reliquias incorruptas de su brazo y de su corazón. Por su interés, reproducimos su discurso al pueblo de la diócesis de Salamanca, pronunciado en Alba de Tormes:

Redacción
pueblosalamancaalbatormes

Queridos hermanos y hermanas de Alba de Tormes y de Salamanca:

1. Constituye para mí motivo de especial alegría que las rutas teresianas me lleven a encontrarme hoy con vosotros: el Pastor diocesano, Autoridades y Pueblo de Dios de la diócesis de Salamanca, en esta villa de Alba de Tormes, tan excepcionalmente unida a Santa Teresa de Jesús.

Aquí, en Alba de Tormes, fundó ella el monasterio de la Anunciación; aquí, naciendo a la vida eterna, vio cumplido su anhelo: «Que muero porque no muero»; y aquí sus gentes son depositarias del tesoro de sus sagradas reliquias. Para los albenses, velar las reliquias de la reformadora del Carmelo y venerar a la Santa castellana, constituyen su gloria y orgullo más grandes.

Por esto no podía faltar mi presencia en este lugar, complemento natural de Ávila, como ella lo es de Alba de Tormes, para clausurar oficialmente el año centenario de su muerte. Y hermanados en torno a su figura, veo a las autoridades y pueblo abulenses, como en los actos de esta mañana veía intencionalmente a las autoridades y pueblo albenses.

Estos encuentros de hoy tienen para mí un particular significado. No podéis imaginaros con qué admiración y cariño me acerco al contexto humano, lingüístico, cultural y religioso de la vida y obra de Santa Teresa de Jesús. Ella, con San Juan de la Cruz, ha sido para mí maestra, inspiración y guía por los caminos del espíritu. En ella encontré siempre estímulo para alimentar y mantener mi libertad interior para Dios y para la causa de la dignidad del hombre.

Tiempos recios

3. Conozco muy bien que estáis pasando tiempos difíciles. Son «tiempos recios», como diría nuestra Santa. Entre otras cosas, la emigración, particularmente de la juventud, ha empobrecido vuestras zonas rurales. Valores, criterios y pautas de conducta contrarios a la fe cristiana han disminuido en algunos el vigor religioso y moral. En estas circunstancias, los cristianos habréis de vivir valientemente vuestra fe, tratando de integrar los criterios y pautas de la civilización actual con las creencias, moralidad y prácticas cristianas.

Por otra parte, la vida de vuestra capital, Salamanca, gira toda ella en torno a la Universidad Pontificia y a la Universidad Civil, continuadoras de la Universidad de Salamanca, de significación universal en la historia de la cultura. Y que, en su momento, proporcionó una feliz síntesis entre la fe cristiana y la vida y cultura humanas: síntesis que tanto echamos hoy de menos. Y que requiere un serio esfuerzo por parte de los responsables.

«Os pido que ensanchéis el alma».

4. Yo os invito a superar estas dificultades apoyándoos en los imperativos del mensaje de Teresa de Jesús; os llamo a que tengáis «ánimos para grandes cosas», como los tuvisteis en el pasado. Pero únicamente en la experiencia teresiana del amor de Dios encontraréis fuerzas y libertad para ellas, «porque no tendrá ánimo para cosas grandes quien no entiende que está favorecido por Dios» (S. Teresa, Vida, 10, 6).

Yo os pido que ensanchéis el alma, que «no apoquéis los deseos». Abríos al futuro. Arriesgaos como Teresa de Jesús, de quien no me resisto a citar estas palabras: «Importa mucho y el todo… una grande y muy determinada determinación de no parar hasta llegar (a la fuente de la vida), venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabaje lo que trabajare, murmure quien murmurare, siquiera llegue allá, siquiera muera en el camino o no tenga corazón para los trabajos que hay en él, siquiera se hunda el mundo» (Camino de perfección, 35, 2).

Antes de terminar este acto, permitidme saludar con la mayor cordialidad a los hermanos portugueses que han venido hasta aquí a ver al Papa. Ellos devuelven el hermoso gesto eclesial de los tantos españoles que fueron a verme en Fátima. Carísimos: gracias por vuestra visita y afecto que tanto aprecio. Que la Madre común, a quien tanto veneráis en Portugal y en España, os proteja siempre.

Queridos hermanos y hermanas todos: A vosotros y a vuestras familias os doy de corazón la Bendición Apostólica.