Un imprevisto reconocimiento entre judíos y cristianos - Alfa y Omega

El 50 aniversario de la Declaración Nostra Aetate, del Concilio Vaticano II, que marcó un cambio en la posición de los católicos con respecto al pueblo judío se ha convertido en la ocasión elegida por un significativo número de autoridades religiosas judías para dar un importante paso de acercamiento al mundo cristiano, en general, y a la Iglesia Católica, en particular.

A finales de noviembre, y con apenas diez días de diferencia, la comunidad judía de Francia, con su rabino jefe a la cabeza, por un lado, y un nutrido grupo de rabinos ortodoxos de Israel, Estados Unidos y Europa, por otro, hacían publicas sendas declaraciones. En ellas se afirma que ha llegado el momento de aceptar la mano que los cristianos les ofrecieron hace cinco décadas y de dar un paso hacia el reconocimiento del cristianismo como un camino «complementario y convergente».

No sería justo que ambas declaraciones, que, con matices, concuerdan en lo esencial, pasaran inadvertidas. Contienen algunas afirmaciones hacia el cristianismo y la Iglesia Católica que son realmente novedosas en boca de nuestros hermanos judíos.

Son los rabinos ortodoxos los que van más allá, afirmando que «el cristianismo no es ni un accidente ni un error, sino el resultado de la voluntad divina y un don para las naciones» y reconociendo «la validez constructiva en el presente del cristianismo como nuestro socio en la redención del mundo». La necesidad de este trabajo en común estriba en la conciencia de que «ninguno de nosotros puede llevar a cabo la misión divina en este mundo por sí solo».

Por su parte, los judíos franceses, conciben este aniversario de la Nostra Aetate como una «llamada sagrada», como el inicio de un Jubileo de fraternidad,con el deseo de «acoger el cristianismo, en sinergia con el judaísmo, como la religión de nuestros hermanos y hermanas».

Este importante paso del mundo judío nos deja algunas enseñanzas respecto al camino de la Iglesia Católica. En primer lugar muestra la fecundidad de la posición del Concilio en defensa de la libertad religiosa y en su apertura a las religiones no cristianas. Aunque haya sido necesario esperar 50 años (el mundo judío ha querido verificar durante estos años que aquella declaración incidía en la conciencia y los actos de la Iglesia), el gesto de las autoridades judías nos enseña que la petición de perdón y el reconocimiento de la propia culpa, sin buscar nada a cambio, introducen una novedad capaz de cambiar viejas dinámicas.

En efecto, en la Nostra Aetate, la Iglesia Católica reconoce que la culpa de la muerte de Cristo no puede ser imputada «ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy». Por ello, afirma que no se puede señalar a los judíos como «reprobados de Dios ni malditos». Con dolor hay que reconocer que durante siglos la Iglesia ha dirigido a los judíos estas acusaciones y, aún más, ha permitido que fueran tratados, como consecuencia, de forma vejatoria. En la Historia de España, junto con loables ejemplos de convivencia, tenemos desgraciados episodios que lo confirman.

No deja de sorprender cómo la declaración de los judíos franceses se deja tocar por este mea culpa de la Iglesia: «Este cambio no es únicamente; para nosotros judíos, una feliz toma de conciencia. Testimonia también una capacidad no habitual de ponerse en cuestión». Ciertamente reconocer la propia culpa no es algo a lo que estemos muy habituados en nuestro mundo. Cuando sucede, deja siempre la percepción de que estamos ante una postura verdadera, humana, y por ello, capaz de generar humanidad a su alrededor.

Una segunda enseñanza respecto al camino de la Iglesia se refiere a la necesidad de confrontarse continuamente con la Escritura, normativa para nuestra vida. «Al principio no fue así», podríamos decir, parafraseando a Jesús (cf. Mt 19,8),respecto a la actitud de los cristianos hacia los judíos. Si alguien experimentó en su carne el dolor por cómo la mayoría de los judíos daba la espalda a Cristo, ese fue san Pablo. Fariseo, celoso observante de la Ley judía, perseguidor de los cristianos, su conversión le llevó a predicar a Cristo crucificado, «escándalo para los judíos» (ICor 1,23), y a sufrir cadenas y muerte por la oposición de sus antiguos correligionarios. Sin embargo, en los capítulos 9 a 11de su Carta a los Romanos, en los que mira a la cara el rechazo de Israel, no se respira odio, sino dolor y deseo de penetrar en el misterio del designio divino.

El reencuentro del mundo judío con el mundo cristiano abre grandes expectativas. Constituye, dicen los judíos franceses, «un primer hito y una invitación a hacer del diálogo entre todas las religiones la piedra angular de una humanidad reconciliada y pacificada». En un mundo agitado por la violencia es una gran noticia que viejos adversarios, más allá de tolerarse, se reconozcan como hermanos.

Ignacio Carbajosa / ABC