Unidad substancial, diferencias accidentales - Alfa y Omega

Todos propendemos a sobrevalorar las características que nos distinguen frente a los demás y, a la vez, sentimos rechazo a que otros busquen privilegios para sí basados en algún hecho diferencial. Alguna vez he llamado igualismo a la postura de quienes, torpes, pretenden la imposible igualdad total, en todos los sentidos, de todos los seres humanos. Y para llamar la atención sobre lo ridículo de esa pretensión de omnímoda igualdad he negado públicamente (p.e., en una conferencia) la igualdad y he añadido: «La prueba de que no somos iguales está en que ustedes, mis oyentes, son superiores a mí: más altos, más listos, más guapos» (Nadie consideró oportuno contradecirme). Ciertamente, hay diferencias que justifican tratos diferentes. Pero una cosa son las diferencias accidentales (superficiales, periféricas, como franciscanamente diríamos ahora, o aun muy profundas) que marcan nuestra identidad individual. Y otra es la igualdad esencial o substancial que hace personas e iguales a todas las personas, todas dignas de absoluto respeto. Las diferencias accidentales son tantas y tan claras que negarlas sería el colmo de la estupidez. Pero negar la igualdad substancial es el colmo de la inmoralidad.

Nuestro hecho diferencial no es posible sino frente a otro, tan diferencial como el nuestro y que sus titulares invocarán para reclamar también sus privilegios. Quien afirma su diferencia lo que quiere es afirmar su esencial superioridad. Ese pecado de autoafirmarnos como esencialmente superiores a los demás nos pasa inadvertido, y aun lo consideramos virtud cuando lo cometemos colectivamente y damos por supuesta la presunta superioridad de nuestro grupo, nuestra comunidad, nuestra tribu, nuestra nación. El egoísmo, el odio colectivo, tribal, aparece así revestido de amor a otros, los nuestros, mi yo colectivo. Y éste no es un problema meramente sociológico o político. Frente al pecado de autoafirmación adámica, con sus secuelas homicidas cainitas, la salvación del género humano y aun la misma pervivencia de la Humanidad supone, por definición, la aceptación de una humana comunidad esencial que hace de todos los seres humanos una misma familia. Sociedad humana, en el estricto sentido del término, no hay sino una.

La tendencia al racista y xenófobo auto-endiosamiento, expresión de un pecado radical, no podrá ser superada sin la gracia. El auto-considerarse esencialmente superior a los demás, síntoma de una grave tara psicológica, es evidente pecado; y manifiesta herejía contra la verdad de la igualdad radical de todos como hijos de Dios en Cristo, por quien y en quien ya «no hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, sino que todos somos uno…» (Gal 3, 28).

Ésa es la tara, el pecado y la herejía de todo nacionalismo. Hay quienes hablan de un nacionalismo bueno al que hacen coincidir con el patriotismo y que, como amor a la propia nación (sin menosprecio a las demás), podríamos llamar, propongo este neologismo, nacionismo. Otra cosa es de suyo el nacionalismo como pretensión política, esencialmente totalitaria ¿Cómo es posible que haya quien considere progresista semejante opción, tan reaccionaria…?