Para el bien común - Alfa y Omega

Para el bien común

Miguel Ángel Velasco
Ven Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo…

Serenidad, esperanza y gratitud: éstos fueron los primeros sentimientos que vinieron a mi mente cuando conocí la noticia de la renuncia del Papa Benedicto XVI «por el bien de la Iglesia». Serenidad, porque los fieles católicos tenemos siempre -y más en los momentos culminantes de la vida- la certeza de la Palabra del Señor: Sin Mi no podéis hacer nada; y también: Yo estoy siempre con vosotros, hasta el fin de los tiempos. ¿Nos lo creemos, o no nos lo creemos? Los que nos lo creemos de verdad tenemos siempre -y particularmente en los momentos culminantes de la vida- serenidad: la serenidad que procede de la confianza plena en que los seres humanos, el Papa también, no somos más que instrumentos de los que Él se sirve para guiar a su Iglesia. Esperanza, porque es el fruto inmediato de esa serena certeza: esperanza plena, esperanza total, en que, otra vez más, y como siempre, el Señor dará a su Iglesia, a partir de las 20 horas del 28 de febrero, el Papa que la Iglesia necesita. Y, gratitud, gratitud absoluta, en primer lugar, a Dios nuestro Señor por el regalo inmenso del pontificado de Benedicto XVI, maestro singular que deja un legado doctrinal esencial e impresionante; y también por la sencillez, la humildad, la sabiduría de la debilidad con que ha sabido hacerlo y de la que él acababa de hablar, horas antes de anunciar su renuncia.

Una cosa es que la noticia nos haya cogido a todos con el pié cambiado, porque estamos metidos en tantas cosas menores que nos parecen importantísimas y no lo son, no le llegan ni al talón a esta noticia que es de las que sacuden el corazón del mundo, y otra cosa es que haya supuesto una sorpresa total. Personalmente, confieso que del mismo modo que con Juan Pablo II tenía la seguridad de que ejercería su suprema responsabilidad del modo sublime como la ejerció, Benedicto XVI nos había dado ya señales de que su supremo modo de ejercer la responsabilidad es diferente.

«¿Ha pensado usted en renunciar?», le preguntó, en 2012, el periodista alemán Peter Seewald, que lo cuenta en su libro Luz del mundo. Y el Papa respondió: «Si el peligro es grande, no se debe huir de él; por eso, ciertamente, no es el momento de renunciar. Se puede renunciar en un momento sereno, o cuando ya no se puede más. Pero no se debe huir en el peligro y decir: Que lo haga otro». -«¿Por tanto -insistió el periodista-, puede pensarse en una situación en la que usted considera adecuada una renuncia del Papa?» Benedicto XVI respondió: «Sí. Si el Papa llega a reconocer con claridad que física, psíquica y mentalmente no puede ya con el encargo de su oficio, tiene el derecho y, en ciertas circunstancias, también el deber de renunciar».

Evidentemente, Benedicto XVI ha sentido el deber de renunciar. Sin duda, la decisión no ha sido fácil. Él ha explicado cómo la ha tomado, tras mucha reflexión y oración, con plena lucidez y libertad, como exige el Derecho Canónico. De ahí la necesidad de darle las gracias, también a él, por sus ocho años de pontificado, por su inconmensurable servicio a la Iglesia.

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Y es éste, sobre todo, el momento de rezar. Nada más profundo, sincero y elocuente, en estos momentos históricos en la vida de la Iglesia, que la Secuencia de la liturgia del domingo de Pentecostés. Tras la lectura del apóstol san Pablo a los Corintios: Hay diversidad de dones, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de servicios, pero un mismo Señor; en cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común -tan diferente del interés general de este mundo-, la Iglesia reza:

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.

Reparte tus siete dones
según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.

Amén.