No condenar - Alfa y Omega

No condenar

V Domingo de Cuaresma

Aurelio García Macías
Foto: Vasily Polenov

Las autoridades judías no soportaban la creciente popularidad de Jesús entre sus paisanos. Buscaban por todos los medios comprometer a Jesús, sorprendiéndolo en alguna falta grave para acusarlo oficialmente y acabar con él.

De nuevo, en el Evangelio de este domingo, son los escribas y fariseos los que provocan a Jesús. Este, tras retirarse al Monte de los Olivos para orar, comienza su jornada enseñando en el templo de Jerusalén ante un gran gentío («todo el pueblo acudía a él»). ¿El motivo de la provocación? Interrumpen la enseñanza del Maestro y presentan a una mujer que ha sido sorprendida públicamente en evidente adulterio. El motivo es grave. La ley judía pide apedrear a la adúltera. Todo el mundo lo sabe; pero, aun así, quieren saber la opinión de Jesús. Él, que predicaba el amor y el perdón a todos, ¿qué dice ahora? Es curioso que el evangelista Juan clarifica la intención de estos manifestando su insistencia y motivación: «Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo».

Sin embargo, Jesús parece responder ajeno a la tensión evidente del contexto. Se inclinó y se puso a escribir en el suelo. Parece hacer caso omiso ante un grave problema y una dura realidad. Ante la insistencia pública de los acusadores, Jesús se incorpora y profiere una de esas sentencias desconcertantes, que ha pasado al acervo popular de nuestras gentes: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra»; es decir, el que esté sin pecado, el que sea perfecto y puro, el que no haya cometido ningún defecto en su vida… que acuse, que juzgue, que sea el primero en ejecutar la sentencia dictada por la ley mosaica.

Estaban en lugar público, probablemente todos se conocían, y bien sabían todos el pecado de cada uno. Por eso se fueron escabullendo, comenzando por los más viejos, para indicar que habían pecado más; hasta quedar solos Jesús y la desconocida mujer.

Es entonces cuando cede el dramatismo del relato y adquiere una delicadeza y magnanimidad como pocos escritos literarios han logrado transmitir. De tal modo que las esquemáticas palabras que describen los hechos comunican mucho más de lo que expresan.

Jesús y la desconocida mujer han quedado solos. Han desaparecido todos: el pueblo que escuchaba sus enseñanzas y los escribas y fariseos acusadores. No conviene olvidar cómo estaría la desdichada mujer: sorprendida en adulterio, expuesta públicamente a la vergüenza, humillada para siempre… Sin embargo, Jesús se dirige a ella para preguntar dónde están sus acusadores. Bien sabía Jesús que se habían ido. Establece con ella una conversación al mismo nivel de respeto y dignidad. «¿Ninguno te ha condenado?», insiste Jesús. Y escucha la única respuesta de aquella mujer, de quien desconocemos su nombre: «Ninguno, Señor». ¿Por qué le llama «Señor»? Porque ha presentido ya quién es el que la habla, quién la ha librado de la muerte, quién ha desconcertado a los temibles escribas y fariseos. Es Jesús, el Mesías, el Hijo de Dios.

Y entonces termina el relato, con el gran mensaje de este domingo. Jesús se dirige hacia aquella pobre y atemorizada mujer para decirle probablemente la mayor noticia de su vida: «Tampoco yo te condeno». Jesús ha salvado su vida. La hace libre. Y le da una nueva oportunidad: «Anda y, en adelante, no peques más».

El Señor Jesús ha realizado «algo nuevo», como dice el profeta Isaías; un signo que refleja el amor misericordioso de Dios para todos los pecadores. Dios Padre ha enviado a su Hijo Jesucristo al mundo no para condenar, sino para salvar a los que están perdidos. Dios ama. Dios perdona. Por eso, cantamos hoy con el salmista: «El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres».

Evangelio / Juan 8, 1-11

En aquel tiempo, Jesús se retiró al Monte de los Olivos. Al amanecer se presentó de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les enseñaba. Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio, le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo.

Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra». E inclinándose otra vez, siguió escribiendo. Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno, empezando por los más viejos. Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor».

Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más».