Gloria y cruz - Alfa y Omega

Gloria y cruz

Domingo de Ramos

Aurelio García Macías
Foto: María Pazos Carretero

Con el Domingo de Ramos se inaugura la Semana Santa, la grande y santa Semana, como la denominan algunas Iglesias orientales, en la que celebramos los misterios centrales de la fe cristiana: la Pasión, Muerte, sepultura y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

Los ritos de este domingo comienzan conmemorando la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, que continúan con la solemne celebración eucarística, en la que se proclaman unos textos bíblicos de gran hondura y belleza. Sin embargo, es un día que podríamos denominar agridulce, claroscuro, porque se contraponen dos sentimientos diversos en la misma celebración.

Por un lado, es una fiesta de alegría. Se conmemora la solemne entrada de Jesús en la Ciudad Santa de Jerusalén, donde se encontraba un gran gentío para celebrar la fiesta de la Pascua. Los judíos allí presentes, al advertir la presencia del famoso Nazareno, salen curiosos a conocer a Jesús y le reciben como a persona importante, con cantos, aclamaciones, batiendo ramos en alto y alfombrando las calles con sus mantos. Muchos de los presentes creían aclamar a un nuevo profeta, un posible guerrillero libertador del pueblo romano o un futuro rey. Los evangelistas recogen en labios de la masa popular la famosa exclamación que servía de acogida a los peregrinos en el templo de Jerusalén: «Bendito el que viene en el nombre del Señor». ¡Bendito! Así se refleja en la procesión jubilosa de los fieles en este Domingo, con los Ramos bendecidos, acompañando a Cristo victorioso. Se presiente alegría, canto, algarabía, júbilo…

«Como oveja llevada al matadero»

Sin embargo, muchas veces me he preguntado: ¿cuál sería el sentimiento de Jesús al entrar en Jerusalén? En medio de aquella gente exaltada, bien sabía Él que era la última etapa de su vida, que llegaba a Jerusalén «como oveja llevada al matadero», que entraba en la ciudad para morir. Por eso, la liturgia del rito romano utiliza en este día el color rojo; se proclama el texto de la Pasión del Señor, como el Viernes Santo; y se denomina a este día Domingo de Ramos en la Pasión del Señor. En la solemne entrada de Jesucristo en Jerusalén se percibe ya su ofrenda voluntaria en la cruz por toda la humanidad. Y el mismo pueblo que lo aclamaba «¡Bendito!», pocos días después le considerará ¡maldito! Jesús vive el duro contraste entre la acogida jubilosa y la repulsa violenta de su pueblo.

Así como en el Viernes Santo la tradición de la Iglesia siempre ha proclamado el texto de la Pasión según Juan, en este domingo se proclama el texto de la Pasión de Lucas. Un hermoso texto en el que Lucas quiere presentar la Pasión de Jesucristo como un signo de amor y de misericordia. Hay muchos matices en los varios episodios que describen el final de la vida de Jesús, pero llama la atención que Lucas acentúa la inocencia de Jesús frente a las acusaciones de los poderes políticos y religiosos, trata de mitigar la culpabilidad de los judíos y de los discípulos y, sobre todo, resalta el perdón de Jesús para con todos. Todo el relato es como un solemne camino ascendente hacia la crucifixión de Jesús. Pero Lucas no solo recuerda la centralidad de la crucifixión del Señor, sino también su finalidad. ¿Por qué ha muerto Jesús? Para manifestar el amor misericordioso de Dios para con todos. ¿Para qué ha muerto Jesús? Para salvar lo que estaba perdido, para redimir a la humanidad pecadora, para conducir de nuevo el hombre hacia Dios.

¡Qué profundidad la de estos días santos! El pueblo cristiano siempre se preparó con especial intensidad para vivir esta santa semana acompañando a Jesucristo en las celebraciones litúrgicas, en las procesiones y actos de piedad, en horas de silencio y oración… ¿Por qué no vives tú también esta experiencia espiritual allí donde te encuentras? Entra en el misterio de Jesucristo celebrado en estos días, y experimentarás que sales renovado.

Evangelio / Lucas 22, 14-23, 56

Cuando llegó la hora, se sentó Jesús a la mesa y los apóstoles con Él y les dijo: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer, porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios»… Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros»… Salió y se encaminó al monte de los Olivos, y lo siguieron los discípulos. Al llegar, les dijo: «Orad para no caer en la tentación». Y se apartó de ellos y, arrodillado, oraba diciendo: «Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya». […] Apareció una turba; iba a la cabeza el llamado Judas, uno de los Doce. Después de prenderlo, se lo llevaron a casa del sumo sacerdote. Cuando se hizo de día, lo condujeron al Sanedrín. Le dijeron: «¿Eres tú el Hijo de Dios?» Él les dijo: «Vosotros lo decís, yo lo soy». Ellos dijeron: «¿Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de tu boca». Y lo llevaron a presencia de Pilato, que dijo: «No encuentro ninguna culpa en este hombre. Le daré un escarmiento y lo soltaré». Pero ellos se le echaban encima, pidiendo a gritos que lo crucificara. Pilato entonces sentenció que se realizara lo que pedían. Cuando llegaron al lugar llamado La Calavera, lo crucificaron allí, a Él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen». […] Uno de los malhechores crucificados lo insultaba. Pero el otro decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Jesús le dijo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el Paraíso». […] Y Jesús, clamando con voz potente, dijo: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu». Y dicho esto, expiró.