La llamada de Europa - Alfa y Omega

«Le digo que sí, y con todo mi corazón». Cuando el 2 de mayo de 1950 el canciller alemán Konrad Adenauer respondió a la propuesta del ministro de Exteriores Robert Schuman para que Francia y Alemania pusieran su producción de acero y carbón en común y bajo el control de una misma autoridad, no solo expresaba una posición institucional, sino una profunda convicción fraterna. Porque el objetivo de la Declaración Schuman, era «la paz del mundo».

François Mauriac recordaba en su necrológica de Emmanuel Mounier las palabras de su «dulcemente intratable» amigo: «la verdad no se encuentra en los escritos, sino que es nuestra propia vida la que la fija y la manifiesta». Y la verdad de Schuman y de Adenauer es que eran cristianos. Y cristianos eran los primeros ministros que se unieron a la Declaración: Georges Bidault en Francia, Alcide de Gasperi en Italia, Gastón Eyskens en Bélgica, y Joseph Bech en Luxemburgo (el laborista neerlandés Willem Drees gobernaba también en coalición con los cristiano-demócratas). La verdad de los padres cristianos de Europa es que habían sufrido la persecución totalitaria: de Gasperi, las mazmorras de Mussolini; Schuman, un campo de internamiento nazi; y Adenauer, la detención de la Gestapo. La verdad es que eran los cristianos quienes habían combatido en la Resistencia en Francia, liderada por Bidault entre 1943 y 1944, junto a personalidades como Gilbert Dru, François de Menthon, o Germaine Poinso-Chapuis; o en Italia, bajo el mando de Paolo Emilio Taviani en Liguria y Giuseppe Dossetti en la Emilia-Romaña; o en Alemania, donde movimientos como La Rosa Blanca habrían de ofrecer un testimonio martirial.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la reconstrucción material y moral del Estado de Derecho y la integración de Europa fueron posibles gracias a la generosidad y al sentido de la responsabilidad histórica de líderes que entendían que el ideal democrático y la identidad europea eran inseparables del proyecto de civilización de la paz, el amor y la reconciliación del cristianismo. Y, a lo largo de las décadas siguientes, grandes personalidades cristianas le dieron nuevo aliento a la integración europea: Antonio Segni, Amintore Fanfani, Giulio Andreotti o Aldo Moro en Italia; Ludwig Erhard o Kurt Georg Kiesinger en Alemania; Leo Tindemans o Wilfried Mertens en Bélgica; Pierre Werner o Jacques Santer en Luxemburgo; Louis Beel o Ruud Lubbers en los Países Bajos… Cada jalón de la construcción continental era liderado por políticos cristianos que avivaban el sueño de los fundadores.

Cuando en Europa central y oriental fue derrotado también el totalitarismo, y se inició en 1989 un nuevo proceso de transición hacia la democracia y hacia el reencuentro de todos los pueblos de Europa, también líderes cristianos asumieron la responsabilidad de conducir el proceso. Helmut Kohl se convirtió en el canciller de la reunificación alemana, mientras figuras como József Antall en Hungría, o Tadeusz Mazowiecki y Bronislaw Geremek en Polonia, veteranos resistentes, integraban una nueva generación de líderes cristianos en donde, en vez de los juristas, predominaban los filósofos y los historiadores. Con el aliento de Juan Pablo II, el hombre que el 9 de noviembre de 1982, en Santiago de Compostela, había instado a Europa a ser ella misma, y no ignorar sus raíces y su identidad cristianas, se diría que una nueva Europa del espíritu estaba naciendo.

En 2003, en su exhortación apostólica Ecclesia in Europa, el mismo Juan Pablo II detectaba la pérdida de la memoria y de la historia cristianas, el miedo al futuro, la fragmentación de la existencia, el decaimiento de la solidaridad… A partir de 2007 el egoísmo, la mezquindad y el narcisismo se convirtieron en respuestas casi automáticas a la contracción económica, y no solo en respuestas personales, sino institucionales, como habría de poner de manifiesto la inacción de la Unión Europea ante el genocidio de los cristianos en el Próximo Oriente, su decepcionante respuesta ante la crisis de los refugiados, o la posibilidad terrible de la salida del Reino Unido de la Unión.

La historia ha venido a poner de relieve que, a más participación de los cristianos en la vida pública, los ciudadanos hemos disfrutado de más y mejor democracia, y de más y mejor Europa. En 1948, los padres dominicos de Latour Maubourg invitaron a Albert Camus a pronunciar una conferencia en donde les explicara qué esperaban los no creyentes de los cristianos. Camus les dijo que el mundo necesitaba diálogo. Que «lo opuesto al diálogo es tanto la mentira como el silencio». Que el diálogo no es posible más que «entre personas que se mantienen en lo que son, y dicen la verdad». Que el mundo necesita que «los cristianos se mantengan cristianos», espera «que los cristianos hablen, y con voz clara y alta», y anhela que «los cristianos salgan de la abstracción».

El autor acaba de publicar ¡Europa, sé tú misma! La identidad cristiana en la integración europea (Digital Reasons).