Moria: la vida al otro lado de las concertinas - Alfa y Omega

Moria: la vida al otro lado de las concertinas

En Moria, campamento preparado para acoger a 900 personas, hay ahora más de 3.000. Peleas, desesperanza, hambre y angustia son el día a día del otro lado de las concertinas. Este es el horror que viven cada día los refugiados a los que visitó el Papa

Lucía López Alonso
Hora de comer en el campamento de Moria. Foto: Lucía López Alonso

Ahmed se asoma desde dentro del plástico en el que duerme. Es sirio. Sus ojos brillan junto a una sonrisa acostumbrada al dolor. Su inglés, como el de la mayor parte de ellos, es perfecto. Lleva refugiado en el campamento de Moria más de un mes. Llegó a Lesbos después de pasar unos días en el puerto del Pireo. «Volví a huir. El puerto te vuelve loco, hay mucha suciedad por todas partes, y duermes como si fueras un animal». No miente: yo misma he visto en Atenas ese hacinamiento. Y el peligro de caer en la desesperanza de anhelar un ferri que nunca va a pasar.

Alberto, voluntario de Remar y Mensajeros de la Paz que trabaja dentro de Moria, me recuerda que en El Señor de los Anillos, «Moria es el abismo, la mina del enano». Me quedo pensándolo. En Moria, campo preparado para 900 personas, hay ahora más de 3.000 refugiados. También son enanos. Familias enteras malviven en tiendas de campaña individuales. Tienen que hacerse pequeños. Comer menos de lo que el cuerpo les pide.

Alberto sigue hablando con Ahmed. Le conoce porque muchas veces le ayuda a poner orden en la cola de la comida, cuando surgen peleas entre los refugiados, cansados de esperar a veces horas para recibir el almuerzo racionado, soso, marcial, que el Ejército trae al campo y entrega a Remar y Mensajeros para que se encarguen de darlo.

Deben de tener más o menos los mismos años. Alberto lleva trabajando en Moria lo mismo que Ahmed detenido: poco más de un mes. El sirio se ofrece de nuevo al español para ayudar con los menús, o repartir las medicinas que la gente que duerme en las tiendas de alrededor pide a los voluntarios de la alianza de organizaciones españolas. «Fui muchos años voluntario de la Cruz Roja en mi país», cuenta.

La desgracia no ha cambiado sus principios: quiere seguir ayudando a los demás. Le preguntamos por su objetivo, por el lugar al que querría ir si consiguiera salir. No nombra Alemania. «Mi objetivo ahora es no salir de aquí hasta que salga la última persona de este campo».

Van a ser casi las doce. Voy con Alberto y los demás hacia una de las salidas de Moria. Los perros callejeros, que en Grecia tienen garantías sociales –el Estado se ocupa incluso de vacunarlos–, nos esperan al otro lado de las concertinas. Moria, la mayor ciudad enana, parece invisible desde fuera. Pero dentro de ella esperan miles de hombres buenos, hombres como Ahmed.