Clarisas en Angola: «Nos escondimos en el horno para que no nos mataran» - Alfa y Omega

Clarisas en Angola: «Nos escondimos en el horno para que no nos mataran»

Me llamo María del Carmen. Quise ser religiosa clarisa en Palencia para entregar mi vida totalmente al Señor en el silencio de las paredes de mi convento. Sin embargo, tuve un impulso misionero y me fui con otras diez hermanas a fundar un convento en Angola. El silencio fue sustituido por el ruido de las pistolas de una guerra interminable. Mi vida corría peligro, pero estaba en el lugar en que Dios me quería

Raquel Martín
Foto: AIN

Angola es un país de mayoría cristiana y ha sufrido la guerra civil más larga de todos los países del continente africano. El conflicto bélico comenzó en 1975 y prácticamente hasta el 2002 no ha habido paz. Fueron años muy duros y muy sangrientos. Los años 90 constituyeron el periodo más violento de toda la larga contienda.

Este enfrentamiento entre hermanos provocó que muchos de los edificios de la Iglesia acabaran acribillados a tiros. Así le sucedió al convento de las religiosas de la orden de las Hermanas Pobres de Santa Clara, en Malanje. Allí está desde 1982 la hermana española María del Carmen Reinoso.

¿Qué hace una clarisa española en Angola?
Mi hermanas y yo vivíamos en el convento de Santa Clara en Astudillo, uno de los más antiguos de Palencia. A 6.000 kilómetros de Angola. A principios de los años 80, los obispos angoleños pidieron a las hermanas clarisas la apertura de un monasterio para la vida contemplativa, asegurándonos que habría un gran número de vocaciones en poco tiempo.

¿Y fue así? ¿Qué se encontraron?
Llegamos para fundar el convento en 1982. Vivimos con muchos esfuerzos y en condiciones muy pobres, además de sufrir años interminables de guerras. La amenaza era constante. Pero es verdad que en cuanto llegamos comenzaron las vocaciones. Tantas que no teníamos espacio y tuvimos que ampliar el edificio para el noviciado.

Foto: AIN

¿Sufrieron amenazas también en el interior del convento de clausura?
No fue fácil vivir la misericordia entre el ruido de disparos de balas. Hubo momentos en que el convento y las religiosas éramos un objetivo y no paraban de disparar. Hubo meses de fuertes ataques y las hermanas nos tuvimos que esconder dentro del horno donde cocinábamos el pan para protegernos de la gran cantidad de balazos que estaban disparando. Pero cuando volvía la calma rezábamos por los que nos habían atacado.

Todavía hoy se puede ver cómo quedaron tatuados los balazos en las paredes de este monasterio. Como cicatrices de una herida que quiso ser curada por el perdón de estas clarisas.