El Sínodo que me toca - Alfa y Omega

El Sínodo que me toca

«Si este Sínodo sirve para postrarnos a los pies de Jesús y, movidos por su Amor, ponernos en camino, junto a Pedro, habrá merecido la pena. Si nos dejamos llevar por el ruido y la superficialidad de nuestro ambiente cultural, si caemos víctimas del desconcierto y el análisis sectario, estamos perdiendo una oportunidad magnífica». Así analiza el Sínodo de los Obispos, y sus ecos mediáticos, la escritora y periodista Teresa Gutiérrez de Cabiedes

Teresa Gutiérrez de Cabiedes

En las pasadas semanas, he asistido con perplejidad al desarrollo del Sínodo de los Obispos. Como cristiana, como madre de familia, como experta en comunicación, lo que ha acontecido en Roma ha zarandeado muchos de los resortes de mi vida y mi trabajo.

Tengo que confesar que mi primer acceso a lo que estaba sucediendo en el corazón de la cristiandad ha sido, precisamente, tratando de escuchar el latido de Dios. No deja de conmoverme que el Creador, omnipotente y eterno, siga saliendo al camino a buscarnos; que no se canse de nuestras limitaciones y miserias; que no aborrezca los extravíos de los hombres; que no se haya quemado con una civilización que apostata de Él, y que como consecuencia, muchas veces juega irresponsablemente con una de las realidades más bellas que se nos han regalado: la familia. Por eso, no temo confesar que he meditado muchos de los textos de las intervenciones cambiando pañales, y planchando el uniforme, y cogiendo en brazos a un niño mientras daba gracias a Dios después de la Eucaristía. Mis disculpas si este texto en algún punto tiene manchas de puré.

También debo confesar que he seguido lo justo el relato de los medios de comunicación convencionales. A estas alturas de la película, entiendo que su trabajo es informar. La cuestión es que la naturaleza de la Iglesia y la potencia sobrenatural del mensaje de Jesús no se pueden transmitir con cualquier clave. A veces por desconocimiento (otras por interés ideológico o por simple prisa) se aplican criterios políticos, y con ello se malinterpreta sistemáticamente lo que está pasando. Es como si yo le doy a mi hijo para comer plastilina o arcilla, porque tienen un color o una textura similar al plátano y a las lentejas. Le estoy envenenando con el contenido por muy verosímil que sea la apariencia . La verdad es que en pleno siglo XXI tenemos la fortuna de poder acceder de primera mano a las fuentes de la información: en mi caso, la primera, la página web del Vaticano.

Después de estas confesiones, reconozco que hay algo que me parece que se ha perdido por el camino. Y me gustaría compartir con ustedes algunos detalles, por si les sirven.

1. El ABC del asunto. Un Sínodo no puede redefinir el magisterio de la Iglesia. Este instrumento de diálogo fue un invento de Pablo VI, para asistir al ministerio del Sumo Pontífice. Los procedimientos pueden ser diversos, las intervenciones muy pero que muy libres, pero en ningún caso se puede decir, como me he cansado de oír: «La Iglesia ha cambiado porque el Sínodo dice que…» Sencilla y llanamente: la doctrina de la Iglesia no puede cambiar en un Sínodo. Más aún cuando este Sínodo es el primero, seguido de un año de trabajo, otro Sínodo… Vamos, que forma parte de un largo proceso.

2. La premisa anterior al ABC. Pedro está asistido por el Espíritu Santo. O sea, Francisco no actúa solo. En su labor de custodio de la fe, hay algo que supera sus posibilidades humanas. Me puede ir más o menos el carácter del Papa, me puede convencer o producir rechazo su estrategia al abordar las heridas y las esperanzas de la Iglesia. Pero debería preguntarme si mis gustos personales, mis incertidumbres e inseguridades, las lecturas (más o menos lícitas) de los comentaristas, me arrebatan la única certeza segura: que por encima de todo el Espíritu asiste a su Iglesia; que Él ha querido que sea Francisco el que guíe ahora a su Iglesia y que, en el momento en el que el Papa ejerza su capacidad de hablar ex cathedra, no se podrá equivocar. Cuando un hijo intenta hacernos creer que sabe mucho más que nosotros, nos da la risa. La verdad es que nuestro Padre Dios debe alucinar con nuestras conjeturas y nuestros juicios: a veces vivimos como si Él no supiera qué se hace.

3. La consecuencia de los dos puntos anteriores. Se escuchan aplausos desaforados por pretendidos cambios en el seno de la Iglesia. Se oyen gritos de escándalo en los que temen que, por fin, los signos de los tiempos hayan logrado traicionar el precioso legado de Jesús. Esas posturas son lógicas, pero no se corresponden fielmente con lo que está pasando. La Iglesia está formada por seres humanos, con sus virtudes y sus miserias, con su búsqueda (no siempre perfecta) de la verdad. Aunque algunos no terminen de creérselo, esos hombres y mujeres procuran vivir a la luz de la fe: pero eso no significa irracionalmente. Porque razón y fe son compatibles, porque se puede encontrar la luz de Dios en medio de las tinieblas, ponerse en camino implica dialogar, testar las propias convicciones, abrirse a las perspectivas de otros para enriquecer las propias o para descartar pasos erróneos. En ese proceso, pueden romperse algunos esquemas, y fortalecerse otros. Pero si nos hemos puesto bajo la protección del Espíritu de Dios, no hay que temer. El niño que sabe que su madre le está cuidando, no tiene miedo. Él nos ha prometido no dejarnos solos, ni un minuto, hasta el fin de los tiempos.

4. Un matiz importante al respecto. A veces se ha sacado la foto de Roma como si aquello fuese el sínodo de las avispas. A mí me apena, sobre todo, que haya una parte preciosa del mensaje que se ha perdido por el camino. A nadie se nos oculta que las heridas por las que se desangra nuestra sociedad son graves; que las epidemias que destruyen el Amor también se contagian a la Iglesia. El Papa y sus ayudantes han tenido la valentía de practicar una cirugía a corazón abierto (con los riesgos que esto entraña). Y claro que ha salido enfermedad de la herida. Pero ¡cuánto espíritu de vida, también! Qué maravilla escuchar a tantos matrimonios que han hecho obvio que Jesús sigue vivo, que está asistiendo a su Iglesia con una ternura y una creatividad extraordinaria; matrimonios que han recompuesto a otros, que han crecido con confesiones religiosas distintas, que han sabido acompañar (no con palabras, con obras asombrosas) a los heridos, a los estigmatizados, a los que veían agonizar su amor. Jesús está vivo. La Iglesia está viva. Y hay muchas realidades maravillosas de las que aprender para contagiarlas a nuestro alrededor.

5. Quizás todo eso explique las palabras finales del Papa al Sínodo. Se salen, por la tangente, del análisis de votos a favor y en contra. Nos advierte de cómo estamos tentados de dejarnos llevar por lo accesorio. De qué fácil nos desviamos de la propuesta de la Iglesia: acompañar, con misericordia y con verdad, el paso titubeante de la humanidad hacia Dios. Él no cesa de buscarnos y de sorprendernos. ¿Estamos dispuestos a volver a construir, sin derrotismos, caminos que hagan duradero el Amor de Dios en nuestra vida, en nuestras familias, en nuestro mundo? ¿Estamos dispuestos a acoger a los que se han perdido, a acompañar a los que flaquean? ¿Estamos dispuestos a reconocer que la inmadurez afectiva generalizada también nos salpica a nosotros, y que tenemos que buscar modos de crecer, impulsados por el Amor inagotable de nuestro Dios? ¿Estamos dispuestos a reconocer que los primeros protagonistas de esta historia somos cada uno de nosotros, y no el padre sinodal de turno?

Porque si este Sínodo sirve para postrarnos a los pies de Jesús y, movidos por su Amor, ponernos en camino, junto a Pedro, habrá merecido la pena. Si nos dejamos llevar por el ruido y la superficialidad de nuestro ambiente cultural, si caemos víctimas del desconcierto y el análisis sectario, estamos perdiendo una oportunidad magnífica.

Dios ha vuelto a salir a nuestro camino. Él es el primer interesado en sanar a nuestras familias, en nutrir con un amor fiel a nuestra sociedad, en ver crecer en armonía a nuestros niños. Seguro que tenemos ya una mano monopolizada por el móvil. Que no se nos olvide dedicar la otra sólo a Él, a cogernos fuerte de su mano.