Un Papa ante su muerte - Alfa y Omega

Un Papa ante su muerte

Poco tiempo antes de morir, y tras años de sufrimiento por las infidelidades de la Iglesia, el hoy Beato Pablo VI escribió unas meditaciones ante su muerte -que creía ya cercana- en las que se reconoce un hombre débil y pecador, y que se siente desbordado al verse frente al misterio de la misericordia de un Dios, cuyo nombre más perfecto es el de Padre

José Antonio Méndez
Pablo VI, en su viaje a Tierra Santa, en 1964, recogido en oración en el Cenáculo

Quizás no sea aventurado decir que, en los últimos siglos, pocos Papas han sufrido tanto por culpa de los hijos de la Iglesia como el Beato Pablo VI. Desde el primer momento de su pontificado, y con la continuidad o no del Vaticano II como excusa, el Papa Montini fue objeto de presiones por parte de grupos que lo consideraban ya demasiado duro, ya demasiado blando, ya demasiado arraigado a la Tradición, ya demasiado rompedor. Lo mismo pasó con su forma de guiar a la Iglesia en la singladura conciliar y, sobre todo, tras la publicación de su encíclica Humane vitae, en pleno fragor de la revolución sexual. Concluido el Vaticano II, se empeñó, no sin sufrimientos, en corregir las desviaciones de quienes se alejaban del Magisterio en aras de un presunto espíritu del Concilio o de una mal entendida defensa de la fe; y tuvo que recordar, desde su Exhortación Evangelii nuntiandi, que más que perderse en acciones socio-culturales o en promover costumbres, la principal labor de la Iglesia era, es y será anunciar que el Crucificado ha resucitado.

Tanto sufrimiento le hizo mella; y cuando en el ocaso de sus días redactó su testamento espiritual, quiso desahogarse por escrito con unas reflexiones ante la muerte, en las que se muestra como un alma débil ante Dios. Sus palabras fueron publicadas por L’Osservatore Romano en enero de 1979, pocos meses después de morir.

Llega la hora. Lo presiento

«Llega la hora -escribió, ya anciano-. Desde hace algún tiempo tengo el presentimiento de ello. Más aún que el agotamiento físico, pronto a ceder en cualquier momento, el drama de mis responsabilidades parece sugerir como solución providencial mi éxodo de este mundo, a fin de que la Providencia pueda manifestarse y llevar a la Iglesia a mejores destinos. Sí, la Providencia tiene muchos modos de intervenir en el juego formidable de las circunstancias que cercan mi pequeñez; pero el de mi llamada a la otra vida parece obvio, para que me sustituya otro más fuerte y no vinculado a las presentes dificultades».

No es que el Papa deseara morir, es que sabía Quién le aguardaba al término del camino y, simplemente, no encontraba motivos para temer. Ya lo había escrito en su testamento espiritual, al hacer profesión de fe «aceptando humildemente de la divina voluntad la muerte que me esté destinada, invocando la gran misericordia del Señor, implorando la intercesión clemente de María Santísima, de los ángeles y los santos, y encomendando mi alma a la oración de los buenos».

En sus reflexiones, deja volar su pensamiento hasta su niñez y, sin nostalgia, revela cómo el haber hecho memoria de la propia vida en presencia de Dios le ayuda a recibir «la luz de la sabiduría que, por fin, vislumbra la vanidad de las cosas y el valor de las virtudes que debían caracterizar el curso de la vida». Es en ese momento cuando comprende que, en la vida del Montini hombre que late bajo el peso del papado, «todo era don, todo era gracia», y «este mundo estupendo» se le descubre como un lugar de inabarcable belleza. Definitivamente, «esta vida mortal es, a pesar de sus vicisitudes y oscuros misterios, sus sufrimientos, su fatal caducidad, un hecho bellísimo, un prodigio siempre original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con gozo y gloria: ¡la vida, la vida del hombre!».

Miseria y misericordia

En el corazón del Papa, «a la gratitud sucede el arrepentimiento». El Vicario de Cristo desnuda su alma y se reconoce no sólo frágil, sino pecador: «Aflora a la memoria la pobre historia de mi vida, (…) débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de reparación, de infinita misericordia. (…) Mi elección indica dos cosas: mi pequeñez; y tu libertad misericordiosa y potente, que no se ha detenido ni ante mis infidelidades, mi miseria, mi capacidad de traicionarte».

Sus palabras a la Iglesia le conmueven, porque la ve y la ama más allá de todo cortoplacismo: peregrina y pecadora, purgante y expiadora, triunfante y santa. Y mirando a su Creador, se deja por Él guiar para decir: «Inclino la cabeza y levanto el espíritu. Me humillo a mí y te exalto a Ti, Dios, cuya naturaleza es amor. Deja que, en esta última vigilia, te rinda homenaje, Dios vivo y verdadero, que mañana serás mi juez, y que te dé la alabanza que más deseas, el nombre que prefieres: eres Padre». Y la muerte se convirtió, simplemente, en un abrazo.