La plenitud del cristianismo - Alfa y Omega

Alzado en la cuna de la civilización, junto al Mediterráneo donde se agrupaban las formas más avanzadas de una cultura humanista que ahora llamamos clásica, el mensaje de Jesús rompió en dos el ciclo del hombre en la tierra. Todas las intuiciones acerca de la libertad, la razón y la trascendencia que Grecia y Roma habían ido construyendo se sumaron a una larga tradición de promesa de redención por un solo Dios omnipotente, en el que comenzaba y terminaba el sentido del universo. Un Dios que representaba la unidad del mundo, la justificación completa de la vida del hombre y la rectitud moral era la herencia recibida en la región donde nació el cristianismo. Pero, junto a ello, se encontraba también la reflexión sobre la esencia de las cosas, la libertad personal, la legitimidad del Estado y nuestra capacidad de existir en una civilización que había estudiado la singularidad social de la persona.

La herencia de un mensaje custodiado durante siglos por el pueblo de Israel, de un lado. Del otro, la magnífica tradición de una cultura levantada a las orillas del Mediterráneo por quienes se consideraron pueblos adiestrados en las libertades, la razón y la ambición de conocimiento y belleza de las ciudades griegas y de la República y el Imperio romanos. Sobre esta doble herencia irrumpió la voluntad y el amor de Dios. Jesús se educó en la tradición judía, pero trajo algo más, que hallaría en las condiciones de aquel tramo esplendoroso de la civilización grecolatina la fecundidad indispensable para la realización histórica del cristianismo.

El mensaje de Jesús se depositó con lealtad a una fe antigua, pero cobró altura por el momento preciso en que Dios dispuso su eternidad sobre el tiempo de los hombres. En ese instante, desde el que comienza a contar nuestra era, Jesús afirmó la libertad y la unidad moral del género humano. Ni un pueblo elegido, ni una religión que se limitara a convocar a los miembros de una raza o a los habitantes de un paisaje. El hombre, como criatura universal, brotó de la magnitud de ese encuentro entre el tiempo histórico y la eternidad unánime de Dios, entre la totalidad del planeta y el lugar de civilización, pensado para que todo volviera a comenzar.

En los días terribles de la muerte de Jesús, todos los rostros del pecado y la redención se presentaron a los testigos: el sacrificio inenarrable de Jesús, la traición de Judas, la negación de Pedro, el dolor de María, el grito del que se cree abandonado en la Cruz, el entierro y la gloriosa Resurrección. También la aflicción, la soledad, el miedo de los apóstoles. El milagro de la vuelta de Jesús y de su retorno a la sustancia eterna y misteriosa de la Trinidad. Y, como final de una etapa y comienzo de una historia que no habrá de concluir mientras exista el hombre en la tierra y continúe la esperanza de la salvación, la llegada del Espíritu Santo.

Los creyentes se reúnen en la fiesta de Pentecostés, en Jerusalén. «De pronto, un gran ruido que venía del cielo, como de un viento fuerte, resonó en toda la casa donde estaban». El Espíritu Santo depositó la sabiduría y la voluntad de Dios sobre los apóstoles, que empezaron a hablar en todas las lenguas conocidas. Tras semanas de espanto y recogimiento, de fe sostenida frente a un mundo amenazador, el apóstol Pedro recordó la profecía de Israel: «Derramaré mi Espíritu sobre toda la humanidad». Recordó a David, hablando del Dios que no permitiría al hombre acabar en la corrupción de un sepulcro ni en el callejón a oscuras de una existencia mortal. Y exhortó a la fundación de la Iglesia de Cristo, abierta a todos los que se bautizaran en un ritual que simbolizaba la limpieza del pecado y la libertad del hombre en el camino de su redención.

«Derramaré mi Espíritu sobre toda la humanidad». En aquella ciudad santificada por la huella de Jesús, Pedro proclamó el compromiso de construir la magna comunidad de los creyentes, la exigente asamblea de la fe, la esperanza y el amor. Dos mil años después, el cristianismo puede contemplar su rostro en el espejo de la historia. Síntesis de civilizaciones, fundación de una era en que el hombre pasó a ser consciente de su libertad plena, de su responsable conducta en el mundo y de la eternidad prometida; criatura privilegiada formada a imagen y semejanza de Dios, con el don de intuir y nombrar la eternidad y la facultad de concebir la esperanza e invocar al Creador.

En estos tiempos de relativismo moral, escepticismo y desprecio a la dignidad del hombre, los cristianos debemos añadir a la historia de Jesús ese pasaje fundacional de los Hechos de los Apóstoles. No basta con recluirse en la propia fe, en la seguridad de la íntima creencia, en la fortaleza aparente de la comunión personal con Dios. Es preciso volcarse en la sociedad, defender un modelo cristiano de existencia social y unos valores, ahora impugnados por el egoísmo de una modernidad que rehúsa conocer sus propias raíces. Habrá que invocar ese Espíritu para que se derrame sobre toda la humanidad. El programa está bien claro: la fe en Cristo que hermana, la esperanza en la salvación que une, el amor que vincula. Veni Creator Spiritus.