El sentido común, escuela de vida - Alfa y Omega

El sentido común, escuela de vida

Hace 75 años, el 14 de junio de 1936, fallecía, en su residencia de Beaconsfield, el escritor Gilbert Keith Chesterton, una de las mentes más ingeniosas de todos los tiempos. No sólo hizo buena literatura, sino que, con su agudo ingenio, denunció —a veces con décadas de adelanto— las trampas a las que conduce abandonar el mejor criterio que puede seguir el hombre hacia su realización: el sentido común

Antonio R. Rubio Plo
El genial Gilbert Keith, unas cuartillas, pluma y tintero, y una taza de té.

G. K. Chesterton cursó estudios de Bellas Artes y Humanidades en Londres, aunque nunca obtuvo un título universitario, porque su rebeldía innata le llevaba a cuestionar los itinerarios académicos. Su vida fue un torrente de lecturas simultáneas, en las que la continua capacidad de asombro sabía imponerse a la tentación de la rutina. Pese a su inteligencia, nunca habría podido ser redactor de tratados con la etiqueta de científicos. Por otra parte, era un conversador innato, de los que no temían al diálogo, muchas décadas antes de que estuviese de moda, porque, al igual que el Dios en el que creía, sus delicias eran estar con los hijos de los hombres. Un título universitario poco habría añadido a un espíritu, a la vez intuitivo y analítico, que por medio de la palabra escrita y hablada fue un profeta en su tiempo, y sigue siéndolo en el nuestro, con unas reflexiones que tienen mucho de los métodos detectivescos que tanto le entusiasmaban.

Poco antes de su muerte, cuando se detuvo un corazón agotado que siempre estaba maquinando nuevos proyectos, Chesterton se había comprometido a escribir un libro sobre Shakespeare. Previamente, se había sumergido en la vida y en la obra de grandes autores de las letras inglesas, como Chaucer, Dickens, Browning, Stevenson y Shaw, nunca como un estudio literario al uso y sí como una investigación, un tanto intuitiva y no por ello menos minuciosa, de sus respectivas personalidades, aunque las informaciones acerca de sus vidas fueran a veces limitadas. Trascendía el ensayo literario y extraía lecciones de sabiduría práctica para el hombre corriente, porque Chesterton seguía siendo el mismo que escribiera Ortodoxia o los relatos del padre Brown. Todos sus libros tienen el mismo denominador: la defensa del sentido común, no incompatible con un cultivo de una paradoja en la que siempre brota el buen humor.

Nuestro autor podía haber culminando una obra de referencia sobre Shakespeare, tan lograda como aquella sobre santo Tomás de Aquino que asombrara a los filósofos neotomistas, aunque algunos de sus ensayos sobre los personajes del dramaturgo sean una apetitosa muestra de lo que habría podido ser. Por desgracia, tampoco Chesterton llegó a escribir un libro sobre Jane Austen, a la que consideraba muy superior a escritoras victorianas como las hermanas Brontë, o George Elliot. El ingenio del escritor la presentó como más fuerte, aguda y sagaz que todas ellas, con una certera cualidad que tampoco poseían las otras: sabía describir de manera desapasionada y sensible a un hombre. Chesterton no pretendía exagerar al comparar a Austen con Shakespeare.

La dinámica del horror

Chesterton hace de Shakespeare una escuela para la vida, no sólo un consejero para gobernantes por medio de sus tragedias políticas, aunque, en realidad, nuestro escritor no creyera en la tragedia, porque ésta sólo se entiende desde un inexorable determinismo y desde la ausencia de libertad humana. En realidad, el origen de las tragedias, políticas y ordinarias, reside en «el enorme error en el que cae un hombre si supone que un acto decisivo puede contribuir a abrirle camino», y en que «no se puede hacer una cosa descabellada para gozar después de un estado de razón».

Estas afirmaciones no las aplica únicamente Chesterton a la ambición de Macbeth, que llega hasta el crimen para convertirse en rey de Escocia. Las aplica al hombre común, al que muchas voces quieren persuadir, en nombre de su libertad, para realizar actos ilícitos. Se le anima a romper su vida en dos partes separadas, aunque sólo los gusanos pueden troncharse, y no los seres humanos, que tienen una unidad física y psicológica. Se le insiste en que, si hace determinadas acciones, aunque perjudiquen a otros, luego podrá ser infinitamente feliz y bondadoso. En estas sugestiones no caben remordimientos, como los que tenía un Macbeth que mató para siempre al sueño; ni responsabilidades de las que el determinismo de las ingenierías sociales de nuestro tiempo pretende eximir a los seres humanos. Chesterton coincidía plenamente con Dostoyevski en que nadie puede construir su felicidad a costa de la de los demás.

En las Navidades anteriores a su muerte, Chesterton intuyó la dinámica del horror, en medio de los rumores de guerra que sacudían a Europa, cuando decía sentir por Hitler, lo mismo que los hombres sentían, hacía veinte siglos, acerca de Herodes. El escritor llevaba más de medio siglo, desconfiando de teorías acerca de un mundo ideal que se presentaba como perfecto. En cambio, sus lecturas, entre las que no podía faltar Shakespeare, le recordaban que el mundo real siempre está loco, aunque su locura sea de cosas diferentes.