Platero y el limón japonés - Alfa y Omega

Platero y el limón japonés

Javier Alonso Sandoica

Ya sabe el lector que estos días celebramos el centenario de Platero y yo, y es ocasión espléndida de hablar de un texto referencial por muchos motivos. Tiene razón el periodista Ignacio Camacho cuando dice que la obra de Juan Ramón Jiménez es «una fábula moral sobre las cualidades del alma», no una mera cursilería redicha con el material que Rubén Darío hubiera descartado. Azúcar hay, pero aparte de las mariposas de tres colores que se agitan por algunas páginas y los roces de la cabeza peluda del burro contra el corazón del poeta, aquí se encuentra alimento para el alma.

Cuando leí la historia del cura José, que iba siempre en estado de unción y «hablaba con miel» pero odiaba a los niños, a los pájaros, a la naturaleza, etc., enseguida pensé que mi sacerdocio no podía ser el de don José. Produce infelicidad mantener un estado de doblez espiritual. La vida en Dios y el entramado cotidiano son piezas de una misma realidad.

La muerte de Platero es de una gravedad maravillosa y hay en otros lugares mucha ocasión para el humor inteligente. Por eso a Platero lo leíamos en el colegio, ya no sé si esto sigue así, pero en mi Bachillerato todos sabíamos de memoria algún fragmento. Por eso me ha interesado El limón, de Kajii Motojiro, un cuento en prosa poética de lectura obligatoria en los institutos nipones, y que fue escrito por la misma época que la obra de Juan Ramón.

No le quito un ápice de belleza literaria, que la tiene, pero es una historia muy triste en el fondo. Un chaval, en estado de profunda melancolía, recorre las calles de Kyoto. Lleva el ánimo turbio y se fija en el horror de la suciedad que ve. Sin embargo, cuando pasa por una frutería, se deja extasiar por un limón, por su forma, su turgencia. El relato acaba con una explosión de humor nihilista.

No es por comparar, pero la extroversión de Platero es manifiesta. Vive en un universo bien hecho, que esta ahí fuera para olerlo, para meter el hocico en las campanillas abiertas. En Motojiro, el mundo es sólo un lugar donde todo se manifiesta efímero y yo soy frágil, no hay concordancia entre el corazón y los lugares donde me asiento, sólo quedan las pequeñas alegrías de los momentos. Por eso deberíamos leer otra vez Platero y yo, porque es verdad que un niño es «una isla espiritual caída del cielo» (Juan Ramón), pero además este burro dice cosas al corazón adulto, que necesita ver el mundo de nuevas, como una sorpresa que se le regala.