Constantinopla y Moscú, entre bambalinas - Alfa y Omega

Constantinopla y Moscú, entre bambalinas

¿Cuál es el origen de las distintas iglesias ortodoxas reunidas desde este jueves en Creta en el sínodo panortodoxo –y también de las ausentes–? ¿Qué hay detrás de los conflictos de poder que se intuyen detrás de los obstáculos a los que se enfrenta esta cita que podría ser histórica?

Colaborador
Encuentro de los primados de las Iglesias ortodoxas en Estambul, en 2014, para preparar el sínodo panortodoxo. Foto: Patriarchal Press Service

Asomarse a la historia de las distintas Iglesias ortodoxas es adentrarse en el corazón mismo de la historia de la Europa oriental, la historia de los diferentes pueblos de los que ha formado parte integrante a lo largo de siglos. El Imperio bizantino, a la caída de Roma, mantuvo durante siglos su ideal de cristiandad, su ideal de sociedad cristiana en la que el Estado y la Iglesia habían de ser dos jerarquías paralelas en relaciones de armonía y colaboración. Será desde Bizancio desde donde partirá una amplísima tarea de cristianización por toda la Europa oriental, haciendo aparecer numerosos nuevos pueblos cristianos (serbios, rumanos, búlgaros, rusos…) con sus nuevas Iglesias nacionales.

En 1453, el Imperio bizantino caía en poder de los turcos y sus pueblos cristianos quedaban sometidos durante largos siglos a un poder infiel. El cristianismo en ellos reforzará extraordinariamente su función de garante de la supervivencia de su identidad en tanto que pueblos diferentes. Muy importante históricamente será también el hecho de que el poder otomano aplicará el sistema millet para la administración de la entera comunidad cristiana sometida. Consistía en considerar la estructura eclesial como una estructura también válida en términos administrativos y civiles y, en consecuencia, considerar igualmente a sus autoridades eclesiales como autoridades civiles y seculares.

La lucha por la independencia

Los obispos fueron convertidos, así, en funcionarios del Gobierno y el patriarca de Constantinopla fue confirmado por el sultán no solo como cabeza espiritual de la Iglesia ortodoxa, sino como cabeza civil de la nación griega (ethnarca o millet-bachi). Las consecuencias serán múltiples y de muy distinto signo. Se favorecía, por de pronto, la confusión entre el plano religioso y el político. La alta administración de la Iglesia en la capital imperial de Estambul quedará atrapada en los más poderosos círculos del poder otomano central y afectada plenamente por los mismos vicios de corrupción y simonía de estos círculos. Sobre todo a partir del siglo XVIII, el patriarca, rodeado por la élite griega fanariota (por el nombre del barrio El Fanar de Constantinopla, donde se ubicaba), va a ser más y más visto desde las otras Iglesias ortodoxas como agente del poder de los odiados turcos. Y ya en el siglo XIX, el siglo del nacionalismo tanto en Grecia como en los países balcánicos, la causa por la independencia eclesiástica (en una dinámica imparable de separación de las respectivas Iglesias nacionales con respecto al Patriarcado de Constantinopla, y de su constitución en tanto que Iglesias autocéfalas) se irá presentando estrechamente unida a la causa por la independencia política. Ambos nacionalismos, el eclesiástico y el político trabajarán conjuntamente hasta el nacimiento de las nuevas naciones Estado.

Moscú, la tercera Roma

La cristianización en Rusia se produjo en el siglo X y dio lugar a un cristianismo bizantino-eslavo. Muy pronto será adoptado como religión de Estado en la Rus de Kiev, manteniendo su Iglesia unos fuertes vínculos de dependencia con respecto a Bizancio. Tras la destrucción del Estado de Kiev en 1240 por la invasión de los mongoles, el centro de poder de Rusia se desplaza hacia el norte, eligiendo a Moscú como capital. Y, en estrecho paralelismo con el proceso político, la Iglesia de Moscú va a sustituir a la de Kiev como centro y cabeza de todo el cristianismo ruso, proclamándose en 1448 Iglesia autocéfala. Desde la caída de Bizancio en 1453, Moscú va a ir presentándose como la ciudad llamada a ser la tercera Roma (con su nuevo César o zar), mientras van a irse incrementando los rasgos cesaropapistas de su política imperial.

Algunos historiadores califican la larga etapa que va desde la caída de Constantinopla a los inicios del siglo XVIII en Rusia como una especie de Edad Media. Una larga etapa de aislamiento de la Iglesia y de cierre sobre sí misma.

De todopoderosa a sin derechos

Con Pedro I, llamado el Grande, y sus reformas se abre para la Iglesia rusa un nuevo período, el período sinodal, que se extiende de 1721 a 1917. Con estas reformas la autocracia zarista y su política imperial se van a dotar de una maquinaria de poder moderna y eficaz, inspirada en los estados europeos occidentales. A la Iglesia se la concibe en términos estrictamente políticos y seculares, transformándola en un engranaje del aparato político imperial. Se suprime el Patriarcado, y se coloca en su lugar un organismo colegiado, el Santo Sínodo, con un seglar al frente nombrado por el propio zar como procurador supremo. Resulta paradójico que, en medio de esta situación de verdadera postración de la Iglesia como institución, en el declinar del zarismo del XIX se producirá en el cristianismo ruso un renacer espiritual y religioso (iniciado en los monasterios) que sabrá conectar con la creciente inquietud de determinados círculos de intelectuales por redefinir una nueva conciencia religiosa y patriótica en la atormentada Rusia de la época.

La revolución de 1917 acaba con el zarismo e implanta no solo un nuevo Estado sino todo un sistema radicalmente diferente en todos y cada uno de los órdenes del país: social, económico, cultural, mental… En el religioso el choque es, si cabe, más brutal puesto que la doctrina del nuevo Estado se define esencialmente como antirreligiosa. La Iglesia rusa pasa de ser la (teóricamente) todopoderosa institución anclada en el sistema imperial zarista a verse privada de sus mínimos derechos en el nuevo Estado, y ello en el plazo de horas.

En los decenios siguientes, sin embargo, la política antirreligiosa del Estado soviético irá pasando por etapas variadas. Fases de agresión aguda, sangrienta –en las que muchos creían poder predecir el nacimiento de una nueva Iglesia de mártires a la manera del primer cristianismo y otros, incluso, una inevitable y próxima desaparición–, y fases de calma relativa tras haber llegado –es cierto que con una Iglesia exhausta y humillada frente al poder– a fórmulas de compromiso puramente pragmático por las dos partes, o sea, a lo que podríamos llamar un determinado modus vivendi. Modus vivendi que, de hecho, es el que va a ir presidiendo la relación Iglesia-Estado en la URSS la mayor parte de sus siete décadas de existencia.

Ana Yetano Laguna
Profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Barcelona