Querido Claudel... Querida amiga... - Alfa y Omega

Querido Claudel... Querida amiga...

Marco Roncalli se ha hecho eco en Avvenire de la publicación en Francia de las cartas que, durante 20 años, se intercambiaron el gran poeta Paul Claudel y la joven François de Marcilly. Comentando los hechos de su tiempo (1935-1955), reflexionan sobre la gracia y el sufrimiento

Avvenire

Ella -treintañera- es de familia aristocrática; está afectada por una grave encefalitis. Él, 67 años, es poeta y dramaturgo prestigioso, también un diplomático al final de su carrera. Ella es François de Marcilly; él, Paul Claudel. Gracias a amigos comunes empiezan a escribirse, se conocen. Françoise entra en el Journal, de Claudel, el último día de 1935, pero las primeras cartas se remontan al mes precedente. El intercambio epistolar -a caballo entre la amistad y la fe- dura veinte años. Un fuego de espiritualidad, alimentado hasta la muerte del escritor, en 1955 (a pocos días de la publicación de su Annonce faite à Marie), brillará hasta el final de su sufrimiento en los ojos de Françoise, cuando a los 95 años se apaga invocando: «Cristo, acógeme».

Esta inédita correspondencia acaba de publicarse en Francia (Lettres à une amie, ed. Bayard), introducida y anotada por el jesuita Xavier Tilliette, filósofo y teólogo, especialista en Claudel y amigo de su familia. 150 cartas, 110 del escritor, cuarenta de Marcilly (Claudel perdió o destruyó muchas por insistencia de la correspondiente), evocan episodios y aspectos de vida familiar, la guerra, el desembarco de los aliados, la retirada alemana, y registran también reflexiones sobre la fe, el sufrimiento, la Biblia, la moral. Se percibe en ellas una fuerte atracción recíproca y un diálogo sincero. Claudel confiesa que Françoise es «la voz que esperaba». Laica, abierta, espíritu independiente pero unida a una comunidad de dominicos, Françoise manifiesta su afecto agradecido al escritor a quien compara con Homero, Virgilio, Dante. Claudel ve en su sufrimiento «un tesoro para la Iglesia», un puente con el cielo. Mientras Françoise teme importunarlo, él reclama una carta por semana.

La enfermedad y la Biblia

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Hay algo elevado y muy profundo en cuanto brota y madura entre el convertido Claudel, católico conservador en el centro de la celebridad, y esta mujer marcada por la enfermedad, pero no rendida, viva en su interés por la literatura, la música, la mística, la Biblia…, incluso por la política, tema de confrontación en la correspondencia. A diferencia de otros epistolarios de Claudel (con Rivière, Gide…), aquí la particularidad está en la mezcla de tonos familiares, confidenciales, amenos, con otros solemnes, serios, decididos, en un conjunto de densidad teológica y de gran espesor literario. Las páginas registran dos sensibilidades religiosas: la de una mujer culta, piadosa, llamada al sacrificio, como Emmerich, Neumann, sin estigmas ni dones extraordinarios, pero capaz de dar valor a la enfermedad y de usar los pasadizos que logra abrir para participar en la vida más allá de su habitación de dolor, y la de un escritor firme en su credo, pero que no aparece encerrado en su castillo de literato, sino como un anciano generoso, de atenciones delicadas, disponible también a la ironía, al ingenio. Hay más. Justamente en su apasionada introducción, Tilliette observa: «Françoise miraba a su poeta con los ojos de la admiración y de la ternura, pero ella misma es un espejo de justicia y de misericordia en el que el viejo hombre refleja su historia». La historia de un hombre que cree y observa la moral del tiempo, respira en la poesía y en la Biblia, y no tiene secretos para su interlocutora. A ella le recuerda: «Después de todo, lo que constituye una renuncia es la preferencia dada a Jesucristo, al único que amo». Le confiesa sentirse sacerdote en el espíritu, hasta la médula, un cura frustrado: «Hace tiempo pensé que podría entrar en un convento, pero era una ilusión a la que me ha tocado renunciar».

La castidad es posible

Claudel quisiera que Françoise perteneciese a la Tercera Orden, pero ella es reticente y, porque el amigo insiste, le revela que ha hecho voto de castidad y que no tiene necesidad de otra cosa. Le escribe a propósito el poeta: «La castidad, ¿es posible a los jóvenes? Sí. Se necesita tener confianza en la Gracia que lo puede todo, pero se nos pide un esfuerzo de abstención: evitar las ocasiones próximas y lejanas, lecturas, espectáculos; un esfuerzo positivo: frecuentar los sacramentos, ser caritativa, estar siempre ocupado, rezar». No faltan en el epistolario referencias a obras de Claudel. Sobre L’Epée et le Miroir se lee: «Tengo como la impresión de que será mi último libro importante, muy místico y apasionado. (…) He apreciado mucho lo que dices de Bach, pero nunca he podido amar a este músico. Me fastidia. Y, además, es protestante y eso me basta. ¿Qué puedo esperar de bueno de un protestante?» Y también: «Ida Rubinstein y Strawinsky me han pedido hacer para ellos un nuevo oratorio y he escrito el primer acto de un Tobia (que ha quedado bastante bien). Después, Strawinsky ha cambiado de opinión y me ha escrito ¡que sus principios religiosos le impedían poner en música un drama tomado de la sagrada Escritura!».

Otras cartas hablan de escritores ilustres. El 14 de julio de 1943, Claudel señala que «la influencia de Gide y de Montherlant es bastante funesta»; mientras el 15 de julio de 1942 confiesa: «Tengo razón para creer que mi viejo amigo Romain Rolland, trabajado desde hace dos años por la Gracia, está verdaderamente a punto de convertirse». El poeta conforta así a su amiga enferma: «Que sepas, pues, que tu sacrificio, como el de tantos hermanos y hermanas de este Cordero que ha sido degollado desde la creación del mundo, no es inútil». Y el 8 de febrero de 1943, en una noche insomne, le escribe: «Pienso en aquellos a los que amo, en ti por ejemplo. En vuestra tristeza, en aquello que llamáis vuestra tristeza y que acaso no es en vosotros sino un acrecentamiento de intensidad y de calidad».

Marco Roncalli / Avvenire