Los santos, atacados con armas, que nos enseñan a perdonar - Alfa y Omega

Siendo San Antonio María Claret obispo de Cuba, en febrero de 1856, durante una visita pastoral acudió a la población de Holguín, donde pronunció un largo sermón. Al salir de la iglesia para dirigirse a la casa en la que se hospedaba, mucha gente le saludaba desde ambos lados de la calle. En cierto momento, un hombre se adelantó haciendo el gesto de besarle el anillo, pero de repente sacó un cuchillo y quiso clavárselo en el cuello. Le hirió en la oreja, en la mejilla izquierda y en un brazo. Fueron heridas profundas y la sangre le brotaba hasta que fue socorrido en una farmacia y pudieron detener la hemorragia.

Cuando el Santo se repuso, supo que su agresor había sido detenido y condenado a muerte. Le perdonó y pidió su indulto. Es más, sabiendo que era de Tenerife, le pagó un billete a las Canarias para que volviera con su familia.

Este suceso nos recuerda a otro más cercano que aún nos emociona: el atentado a Juan Pablo II. El Papa Wojtyla estuvo entre la vida y la muerte y sus primeras palabras desde la ventana del hospital fueron: «Perdono al hermano que me ha herido.» Tiempo después le visitó en la cárcel para asegurarle su perdón personalmente, pese a que se llevó un disgusto al comprobar que Ali Agca no manifestó arrepentimiento.

Pocas veces la vida depara ofrecer perdón en circunstancias semejantes, pero encontraremos muchas ocasiones menores de cumplir la obra de misericordia que es perdonar las ofensas.
Recordemos que en el Padrenuestro pedimos a Dios que nos perdone «como nosotros perdonamos a quienes nos ofenden». Es la oración que nos enseñó Jesucristo, por tanto la primera y más importante, y en ella repetimos esta disposición a disculpar a los demás cuando somos ofendidos.

La mayoría de ofensas proceden de gestos o de palabras. Hemos de ser delicados al hablar y al actuar para no herir a nuestros hermanos, y a la vez lo suficiente cristianos para perdonar lo que hacen y pueda molestarnos. Motivos para la queja no nos faltarán, pero por encima de ellos está la posibilidad de ofrecer estas pequeñas mortificaciones al Señor, como actos de un Cirineo dispuesto a ayudarle a llevar la cruz.

No esperemos una disculpa, una humillación, para entonces perdonar. Los dos santos mencionados al principio no esperaron. Hemos de adelantarnos a perdonar, conscientes de que Dios nos ha perdonado mucho a nosotros.