El día en que Joseph Ratzinger habló de su vocación sacerdotal ante la madre Teresa - Alfa y Omega

El día en que Joseph Ratzinger habló de su vocación sacerdotal ante la madre Teresa

El 86 Congreso Católico Alemán reunió en septiembre de 1978 al cardenal Ratzinger y a la madre Teresa de Calcuta. Karol Wojtyla (que un mes después sería elegido Papa) no pudo asistir, pero envió su conferencia. El decano de la Facultad de Teología de la Universidad Eclesiástica San Dámaso, Gerardo del Pozo, ha traducido la intervención del entonces arzobispo de Munich, tras encontrar la grabación en una librería de libros antiguos en Alemania. El futuro Benedicto XVI habla de lo que le sostiene su sacerdocio

Papa Benedicto XVI
El cardenal Ratzinger y la madre Teresa durante el congreso celebrado en Friburgo, en septiembre de 1978. Foto: AFP Photo/Kna-Bild

Quiero comenzar dando cordialmente las gracias por este caluroso saludo que hemos recibido aquí y que nos hace sentir físicamente por así decir la comunión de la fe y la alegría del Evangelio. Me ha recordado una vivencia de las últimas semanas, de la que quiero partir en estas reflexiones, porque en ella se recapitula y hace visible –como en un cristal de aumento– lo que he vivido durante los 27 años de mi sacerdocio en muchas pequeñas experiencias que me han ido saliendo al paso.

Pienso en la memorable tarde del 26 de agosto, cuando, después de la elección papal, [los cardenales] junto con el Santo Padre entramos en las galerías de la iglesia de San Pedro y, mirando hacia abajo, se nos regaló una vivencia extraordinaria. Vi que, después de que el Papa impartiera la bendición, no solo se desató un júbilo indescriptible, sino que los hombres comenzaron a bailar, un niño daba brincos, gentes totalmente desconocidas se daban mutuamente la mano y estaban felices; como si hubiese alcanzado a todos una chispa de alegría a la que ninguno podía substraerse.

Fue un acontecimiento profundamente conmovedor, cuya grandeza y completa singularidad resaltaban al contraluz de otros recuerdos de índole distinta. Por ejemplo, si pensaba retrospectivamente en el grito Heil, que tuvimos que vivir en tiempos infaustos; dentro de aquello siempre había odio y al mismo tiempo angustia, miedo y violencia. Nada de esto había aquí, nada comandado, una alegría espontánea que unía a todos, pero en la que cada uno se encontraba a sí mismo.

Me pregunté: ¿qué es propiamente esto que sucede aquí? Y uno puede responder primero: ahora los hombres anhelan justamente un padre, uno que no pertenezca a este o aquel, sino a todos, que encarne esto, que haga visible y perceptible la confianza y pertenencia mutua. Esto es seguramente verdad, pero no lo es todo, sino que hay algo más detrás.

Los hombres tienen anhelo de alguien que no actúe meramente a partir de su propia capacidad porque tiene aptitud de dirigir, porque puede hablar, porque puede entusiasmar a los hombres, presentarse ante ellos y convocarlos. Suspiran por alguien que no hable en nombre propio, que represente a alguien o a algo que él no puede ser en modo alguno. Que no consuela porque está capacitado para ello, sino porque tiene un poder que es más grande que todo lo que los hombres pueden hacer por sí mismos. Y anhelan alguien que acoja personalmente, desde dentro, este poder objetivo y lo presente de modo creíble.

Y cuando esto sucede, entonces se hace visible lo propiamente humano y al mismo tiempo la esencia espiritual [y] teológica del ministerio sacerdotal, del sacramento del Orden. Se hace visible cómo el sacramento corresponde a lo originariamente humano y cómo lo humano originario remite a esto singularmente cristiano. Anhelamos lo que no se muestra para sí, lo que representa algo más grande, lo que viene de un poder objetivo para anunciar la alegría, la bondad y la pertenencia mutua. Y en el lenguaje de la Iglesia llamamos sacramento, consagración sacerdotal, a esta objetividad sin la que el todo se deshace nuevamente en lo propio.

Esto no es un asunto de apariencia sacerdotal, que propiamente no contribuye en nada a la realidad en sí, como en los años atrás de agitación aparecía a veces, sino que es algo internamente necesario, justamente lo que necesitamos, lo que vamos buscando.

El culto al Führer frente al sacerdocio

En los relatos vocaciones del Antiguo y Nuevo Testamento sale siempre a nuestro encuentro esto, que Dios no elige al que uno sospecharía que tiene aparentemente todas las condiciones y capacidades humanas, el carisma del mando, de la palabra y de esta manera lo lleva consigo. Él pone aparte todas estas capacidades y elige al que aparentemente no es apropiado, aquel en el que uno no había pensado. Exaltavit humiles. Él ha derribado a los poderosos y ha buscado a los otros. Esta es la idea central en el Antiguo y Nuevo Testamento, y con ella se explica propiamente lo que significa el sacramento de la ordenación sacerdotal.

No depende de que uno tenga desde el principio grandes cualidades de dirección. Estas pueden conducir a la postre, a que él aparezca en el primer plano; a que, por así decir, trate solo de él y su propia fuerza parezca lo decisivo. Pero a la postre es demasiado poco. Depende, al contrario, de que el Señor se haga presente y el elegido pueda retroceder ante él. Y que retrocediendo dé espacio al Señor. Esta es la gran diferencia entre el culto al Führer y el sacerdocio. En el culto al Führer se impone un hombre y consigue que se confíe en él. En el sacramento un hombre retrocede, deja espacio libre para el otro que nos sostiene y lleva adelante a todos. Esto supuesto, se exige que el así llamado diga sí a la tarea objetiva, a la forma objetiva que le precede y la cumpla desde dentro, la viva y la haga creíble. Esto significa lo siguiente: por una parte, no tiene que ser de modo tal que solo se entrega uno y conduce a los hombres a él, tiene que retroceder ante el poder mayor que necesitamos, que nos ha regalado el Señor. Pero no puede cumplir su misión solo como un funcionario, como si asumiese un papel que queda fuera de su propia vida, sino que debe entregarse de forma tal que la viva y la haga creíble a otros y al mismo tiempo se encuentre a sí mismo.

Ser necesario para los demás

Para volver al principio: si miro hacia atrás a estos 27 años (de sacerdocio), ¿qué ha sido lo que propiamente me ha llevado adelante en este dar vueltas de los tiempos, en las tormentas, crisis y cuestionamientos desde fuera y desde dentro? Diría lo siguiente: naturalmente lo primero ha sido el encuentro interior con el Señor, la experiencia de que Él está allí, que siempre me acoge y guía, que me arranca de mis extravíos, que va conmigo y realmente me habla. Y ha sido importante todo lo que se me había transmitido en conocimiento, en experiencia y también en fe recibida y vivida.

Pero codecisivo ha sido a la postre esto otro: experimentar en todo esto el reclamo de ser necesario [para los demás] y la confianza de permanecer en la misión y en la vida interior a partir de ella. Esta confianza, este encuentro con el ser necesario que busca precisamente al que no se anuncia a sí mismo, sino que se compromete con la llamada del Señor, se deja moldear por ella y la comunica; esta confianza obliga a que uno mismo sea aquel en el que confían, y a verificarlo desde dentro. Uno es sostenido –tal como yo lo he experimentado siempre de nuevo– cuando se le permite dar a otros. De este modo, en la medida en que confiaban en mí, también me sostenían, me hacían experimentar que yo tengo que ser aquel en el que ellos confían, que tengo que responsabilizarme de esta confianza y vivir en consonancia con ella. De esta forma acontece siempre de nuevo en este encuentro –como yo creo– la construcción recíproca de la Iglesia: en la medida en que damos somos también agraciados. Esto no es para mí una frase, sino una experiencia vital. En poder sostener a otros, soy yo mismo sostenido.

Y en todo esto experimentamos que es verdadero: no hemos sido dejados solos, sino que el Señor va con nosotros. Y en ese confiarnos mutuamente y llevarnos unos a otros, es Él mismo el que nos lleva, el que se presenta una vez más en medio de nosotros y nos regala futuro y esperanza.

Cardenal Joseph Ratzinger