El Dios visible - Alfa y Omega

El Dios visible

Segundo Domingo después de Navidad

Juan Antonio Martínez Camino
Nacimiento de Jesús, del Maestro Francke (siglo XV). Kunsthalle, Hamburgo

En tiempos de la euforia espacial, se hizo famosa la frase del astronauta ruso que, al poner de nuevo sus pies en la tierra, decía –de un modo políticamente muy correcto– que, desde su nave, no había visto a Dios por el cielo. Los creyentes y los filósofos razonables respiraron tranquilos. ¡Qué Dios hubiera sido aquél que habitara o navegara los espacios surcados por los artefactos volantes humanos, como una especie de cuerpo sideral más!

A Dios nadie lo ha visto jamás. Si Dios es Dios, esto parce normal. Porque el que llama al ser a lo que no es, no es probable que aparezca como una cosa más entre las que existen en su maravillosa e inmensa creación. Lo sabían muy bien los sabios antiguos que hablaban de Él como la causa no causada de todas las causas, o como el motor inmóvil del movimiento. También los filósofos modernos sitúan a Dios en el ámbito de lo trascendental o absoluto.

Sin embargo, no son sólo los ideólogos del ateísmo los que pretenden hacer de Dios un objeto al alcance de los ojos. También los pueblos y los hombres de sentimientos religiosos han deseado ver lo divino. Porque el ser humano, además de espiritual, es irremediablemente carnal y el corazón quiere ver lo que desea. «Mira que la dolencia de amor, que no se cura, sino con la presencia y la figura», escribe el gran Juan de la Cruz.

La dinámica carnal del espíritu humano ha conducido, con cierta frecuencia, a la fabricación de ídolos, dioses palpables y visibles, hechos a la pobre medida de los cálculos humanos. Es el destino fatal de la Humanidad encerrada en sí misma, del yo solitario que no quiere contar más que con sus propios poderes para salvar su indigencia, y acaba adorando ilusamente las obras de sus manos. Pero la historia del siglo XX es la demostración dramática de que los ídolos no salvan, más bien esclavizan y destruyen.

Para evitar la esclavitud de los ídolos, la Ley divina es taxativa en la prohibición de hacer imágenes de Dios. El primer mandamiento dice que, si queremos amar a Dios sobre todas las cosas, debemos renunciar a hacernos imágenes de Él. Curiosamente, este imperativo bíblico tiene su eco en la tímida vuelta de Dios al pensamiento secular posterior a las catástrofes arrastradas por las ideologías ateas: sería deseable una justicia divina, pero de Dios no podemos saber nada, no tenemos conceptos ni imágenes para él.

Navidad es el tiempo del Dios hecho hombre: El Verbo se hizo carne. Es Dios mismo quien nos da una imagen divina de sí mismo. En su infinita condescendencia con sus criaturas espirituales y carnales, el Invisible se hace visible, para que podamos verle con nuestros ojos y amarle sin extravíos; para que nos apartemos de los ídolos y nos volvamos a Él. El Dios todopoderoso puede y quiere ser visto en la humildad de nuestra carne. Ante Belén y el Calvario, los ídolos quedan desenmascarados como imágenes de un mezquino poder. Es tiempo de alegrarse por el poder verdadero de Dios.

Evangelio / Jn 1, 1-18

En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Por medio de la Palabra se hizo todo, y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho. En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la tiniebla, y la tiniebla no la recibió.

Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz. La Palabra era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre. Al mundo vino y en el mundo estaba; el mundo se hizo por medio de ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a cuantos la recibieron, les da poder para ser hijos de Dios, si creen en su nombre. Éstos no han nacido de sangre, ni de amor carnal, ni de amor humano, sino de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, y hemos contemplado su gloria: gloria propia del Hijo único del Padre, lleno de gracia y de verdad.

Juan da testimonio de Él y grita diciendo: «Éste es de quien dije: El que viene detrás de mí, pasa delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia: porque la ley se dio por medio de Moisés, la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo.

A Dios nadie lo ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, es quien lo ha dado a conocer.