CAPÍTULO I. Europa y la Iglesia a las puertas del tercer milenio: desafíos y dificultades - Alfa y Omega

CAPÍTULO I. Europa y la Iglesia a las puertas del tercer milenio: desafíos y dificultades

Antonio María Rouco Varela
El muro de Berlín

1. Algunos pensaron que a los felices y sorprendentes acontecimientos de 1989 en la Europa central y oriental seguiría con cierta facilidad una época en la que los europeos iban a ver por fin realizados sus ideales de libertad y justicia en el respeto a la dignidad de la persona humana. En cambio, el ponderado diagnóstico emitido por el Sínodo de 1991 se basaba en una apreciación que no permitía albergar esperanzas desmedidas: El colapso del comunismo -dice la Declaratio, I, 1- pone en crisis todo el itinerario cultural, social y político del humanismo europeo, marcado por el ateísmo no sólo en su forma marxista, y demuestra con hechos, no sólo con principios, que no se puede separar la causa de Dios de la causa del hombre.

1. 1. En efecto, pasados diez años de la desaparición de los regímenes comunistas y recuperada la libertad de los pueblos y la unidad del continente en unas formas similares de gobierno democrático, son diversos los signos que nos hablan de una evolución de las cosas no siempre favorable para la causa del ser humano, sino también en cierto sentido alarmante y necesitada de una honda reflexión. Son signos que delatan la persistencia, bajo nuevas condiciones, de algunos problemas de fondo propios de aquel humanismo inmanentista que desembocó en los totalitarismos sufridos por Europa casi hasta los últimos días del siglo que termina.

No cabe duda de que este último decenio ha sido testigo de nuevas y positivas posibilidades económicas, sociales, culturales y políticas para los pueblos de Europa central y oriental, liberados de regímenes verdaderamente opresores de la libertad e inhábiles para permitir el desarrollo de las capacidades productivas de sociedades dotadas, con frecuencia, de un rico bagaje cultural e incluso científico-técnico. Lo constatamos con verdadera alegría. En particular, porque estos nuevos horizontes han comportado también el reconocimiento de la libertad religiosa y han abierto nuevas posibilidades a la acción evangelizadora de la Iglesia. Las comunicaciones y los intercambios se han hecho mucho más fluidos y la construcción de la casa común europea, entre múltiples y persistentes dificultades, no ha dejado de avanzar.

Sin embargo, constatamos también que no pocas esperanzas de estos años, más o menos valiosas, han conducido a la desilusión y al desánimo tanto en el Este como en el Oeste. En el Este se han visto defraudadas las expectativas de un crecimiento económico tal que igualara en poco tiempo sus niveles de bienestar con los de los países más desarrollados del Oeste. El tránsito a la economía de mercado, en circunstancias tan extraordinarias, ha conducido en ocasiones a la gestación de modos de comportamiento de tipo mafioso que dificultan la vida económica y política, ya de por sí nada fácil tras decenios de tutela estatal desmesurada. En Occidente, aparte de las incomodidades producidas por la desviación de recursos para la reconstrucción económica de antiguos países de detrás del telón de acero y para el sostenimiento de la estabilidad y la paz en la zona, asumidas sin excesivo entusiasmo por la población, hay que reseñar la nivelación y agrisamiento cultural y político de las doctrinas e ideologías vigentes. No sólo se ha caído el referente utópico que el marxismo había supuesto para ciertos exponentes del humanismo inmanentista, apoyado tan ilusoriamente en los supuestos logros del marxismo real, sino que parece imponerse una cierta suerte de resignación ante la aparente imposibilidad de presentar a la sociedad un proyecto y programa de verdadera renovación para el futuro de Europa. La patente incapacidad de los Estados en general y de la propia Comunidad Europea para acabar con el problema del paro constituye uno de los signos más evidentes de esa apatía ambiental que con tanta frecuencia se percibe en los países de la Europa occidental.

Además, después de 1989 en los países del antiguo bloque oriental, tras la caída del comunismo, ha aparecido el grave riesgo de los nacionalismos, como desgraciadamente muestran los percances de los Balcanes y de otras áreas próximas [así como la reciente y trágica guerra]. Esto obliga a las naciones europeas a un serio examen de conciencia, reconociendo culpas y errores cometidos históricamente en los campos económico y político en relación a las naciones cuyos derechos han sido sistemáticamente violados por los imperialismos del siglo pasado y del presente (Tertio millennio adveniente 27). Y obliga también -como recordaba Vuetra Santidad en el mensaje de 1995, con ocasión del 50º aniversario del final de la segunda guerra mundial- a no olvidar la advertencia de Pio XI en 1930: Más difícil, por no decir imposible, es que dure la paz entre los pueblos y entre los Estados, si en lugar del verdadero y auténtico amor a la patria reina y arrecia un duro nacionalismo, que es equivalente a odio y envidia en lugar de mutuo deseo de bien. Aquel clarividente y audaz Pontífice denunciaba poco después el nacionalismo, en su encíclica Mit brennender Sorge, como una de las fatales idolatrías de los tiempos modernos.

El grave riesgo de los nacionalismos: Balcanes y Kosovo

No es el hombre quien hace a Dios sino al revés

1. 2. En efecto, si nos preguntamos por las raíces de la situación actual de desesperanza, hemos de profundizar hasta aquella concepción moderna del hombre que ha llegado a considerarlo como el centro absoluto de la realidad haciéndolo ocupar así falsamente el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios quien hace al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre. La pervivencia de este humanismo inmanentista, que se encuentra en la base tanto del liberalismo filosófico radical como del marxismo, coloca a los europeos de hoy ante una situación tan problemática como decisiva. Por un lado, los acontecimientos de 1989 dieron lugar a una justa expectativa respecto a la superación de las secuelas negativas de la forma más extremada del inmanentismo todavía en vigor, es decir, del totalitarismo comunista. Era un buen momento también para revisar las claras y a veces dramáticas exageraciones del individualismo predominante en Occidente. Pero, por otro lado, muchas de las vías de salida que se han escogido para avanzar juntos hacia una nueva Europa son tributarias de la mencionada concepción del hombre, la misma que estaba en las bases de los problemas que se deseaban -y desean- superar. No se acaba de dar con una solución verdadera y satisfactoria. De modo que hoy nos encontramos con que, tanto en Oriente como en Occidente, parecen agotarse incluso aquellas energías que llevaron a la cultura dominante en la Europa de estos últimos siglos a poner todas sus esperanzas en el progreso de la humanidad hacia metas siempre más altas no sólo de bienestar material, sino también de justicia y libertad.

No es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo del nihilismo, en la filosofía, del relativismo, en la gnoseología y en la moral, y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico, en la configuración de la existencia diaria. El proyecto de construir un mundo verdaderamente humano sobre el único fundamento de las puras potencialidades del hombre no puede ya concitar la adhesión un tanto ingenua del siglo XIX, ni la de los años sesenta de este siglo XX. Todo parece haber sido ensayado ya. Queda la pregunta: ¿sobre qué construir la vida y la ciudad? ¿Sobre qué verdad, qué valores morales, qué motivaciones vitales? La respuesta parece ser hoy, con preocupante frecuencia, la siguiente: sobre ninguna verdad (pues no se confía ya ni siquiera en la verdad del hombre); sobre ningún valor permanente (pues se piensa que no existen); sobre ningún ideal que no sea el del disfrute inmediato de lo que la vida pueda ofrecer de placentero (pues no se confía ya ni en el progreso como meta de humanidad). La tremenda crisis por la que atraviesa una institución tan esencialmente vertebradora de la sociedad como es la familia, a la que se pretende desvincular de su raíz intrínseca y fundante -el matrimonio- con la secuela de un descenso de la natalidad que parece imparable, da motivo más que suficiente para pensar que ésas son las respuestas mayoritarias de unas sociedades que se han asentado en una desconfianza inhibidora y egoísta ante el futuro. Con estos supuestos son inevitables tanto el crecimiento de nuevas formas de marginación social, como la impotencia para afrontar con criterios de justicia y solidaridad el fenómeno creciente de la emigración.

¿Ha sido la esperanza de liberación de los pueblos oprimidos por el comunismo la última esperanza de hondo calado y de largo alcance que han abrigado los europeos del siglo XX? ¿Les queda solamente el resignarse con el modesto horizonte de lo cotidiano, con la instalación en la fugacidad del goce del presente, sabido precario, pero tenido por lo único que en definitiva cuenta? ¿Será ésta verdaderamente la única salida a la crisis de la ideología del progreso a la que se ve hoy abocado el humanismo inmanentista? Preguntas como éstas no dejan de golpear con fuerza nuestra conciencia y nuestro corazón de pastores de la Iglesia de Cristo que peregrina en Europa. Se impone que les dediquemos seria atención en esta Asamblea. Es verdad que no son las únicas que se formulan hoy alrededor nuestro. También hay quienes siguen hablando del progreso meramente humano como meta ilusionante para los deseos de las personas y como clave estimulante para los programas políticos. Otros muchos quieren confiar y confían de verdad en un futuro más humano y solidario entre los pueblos de Europa del oeste y del este y de Europa con los pueblos del sur; proyecto al que dedican imaginación, recursos y trabajo. Sin embargo, no parece que logren vencer la desesperanza propia de una situación que se percibe como sin meta y sin salida, ni evitar que esta desesperanza haya de ser considerada como una de las notas dominantes del actual momento de Europa que interpela profundamente a la Iglesia. ¿Cuál es la situación de la Iglesia en este contexto? ¿Cómo recorre ella el camino por el que van sus contemporáneos de hoy? ¿Qué servicio les presta? ¿Cuál será su aportación de verdadera humanidad a los europeos de este tiempo crucial?

Una moda peligrosa

Una sesión del Sínodo de los Obispos

2. A responder a estas preguntas habremos de orientar, venerables Hermanos, el trabajo de estos días. Queremos abrirnos generosamente a la gracia del Espíritu Santo y escuchar su testimonio para comprender la multiforme riqueza de la presencia de Cristo en su Iglesia. Éste es nuestro tesoro. No tenemos otra cosa que ofrecer a quien nos pide ayuda. Recordad el episodio de Pedro que nos narran los Hechos de los Apóstoles: No tengo plata ni oro; pero lo que tengo te doy: en nombre de Jesucristo Nazareno, ponte a andar (Hch 3, 6). Volveremos sobre ello en las partes siguientes de esta Relatio. Pero antes es necesario que nos hagamos también conscientes de algunas situaciones que debilitan hoy la vida de la Iglesia en Europa y que no le permiten ofrecer al mundo ese testimonio nítido de Cristo y de su Evangelio que con tanta urgencia está necesitando.

2. 1. No podemos dejar de reconocer, en primer lugar, que los mismos cristianos, en particular en Occidente, se han dejado a veces afectar por el espíritu del humanismo inmanentista y han privado a la fe de su vigor propio, hasta llegar incluso, por desgracia en no pocas ocasiones, a abandonarla por completo. No parece que haya sido todavía superada la moda de interpretar secularistamente la fe cristiana como una estrategia para organizar mejor las cosas de este mundo. La reducción de la fe a palanca movilizadora de voluntades para la consecución de objetivos sociales o políticos proviene del oscurecimiento de la fe en Jesucristo, crucificado y resucitado por nuestra salvación, y tiene una de sus expresiones más evidentes y negativas en la evacuación del contenido del último artículo del Credo: Esperamos la Resurrección y la Vida eterna. En efecto, cuando la fe en Dios Padre y en Jesucristo, que nos abre las puertas de la salvación eterna por medio de su Espíritu, cede de una u otra manera su lugar insustituible a una fe meramente humana en el progreso y en el futuro de este mundo, la esperanza de la Vida eterna se debilita y desaparece. Fuera de Jesucristo no sabemos lo que son de verdad Dios, la vida, la muerte, ni nosotros mismos. No es extraño que una cultura sin Dios acabe también por ser una cultura sin esperanza. Porque sólo en Él, que es el Amor eterno y creador, encuentra el corazón del hombre su origen y destino verdaderos. Pero sí es extraño y alarmante que la predicación, la catequesis, la enseñanza de la Religión y, en general, la vida cristiana, no presten la debida atención a la fe de la Iglesia en la Resurrección y la Vida eterna. Esto es un síntoma claro de debilitamiento e incluso de vaciamiento profundo de la fe cristiana, pues… la misión de los creyentes está siempre y en todas partes orientada hacia el futuro escatológico (Juan Pablo II, Discurso al Consejo del CCEE, el 16 de abril de 1993).

Las consecuencias que se derivan de la erosión de la fe por la mentalidad inmanentista afectan capilarmente a todos los ámbitos de la vida de la Iglesia. La integridad de la Verdad salvífica profesada en el Credo no es una cuestión meramente teórica que no tocara en nada la vida de los cristianos. Al contrario, no es posible ortopraxia alguna -como se dice- sin verdadera ortodoxia, y sólo una ortodoxia sinceramente vivida conduce a una auténtica ortopraxia. En efecto, casi todos los problemas más acuciantes con los que la Iglesia se ve confrontada en esta hora de Europa hunden sus raíces en la crisis de la Verdad de la fe, que origina a su vez una grave fragmentación doctrinal que llega a afectar la conciencia de los creyentes: la cuestión del ministerio eclesial y de la vida consagrada; la vocación de los laicos y su presencia en el mundo; el anuncio del Evangelio a las nuevas generaciones.

La crisis de las vocaciones sacerdotales y, en particular, de las vocaciones a la vida consagrada no ha sido superada todavía. Europa, que no hace mucho tiempo enviaba sacerdotes, religiosos y religiosas a las misiones y a las jóvenes Iglesias de todo el mundo, cuenta hoy con menos vocaciones que ningún otro continente y se encuentra con crecientes dificultades para proveer de ministros ordenados a sus propias comunidades locales; muchos monasterios se despueblan y desaparecen; la ingente labor evangelizadora y educativa de las órdenes y congregaciones religiosas o está seriamente diezmada, diluida en fórmulas meramente posibilistas de cooperación con personas e instituciones del mundo civil, o simplemente ha desaparecido ya en diversas regiones y sectores. Las causas de esta preocupante situación son diversas y complejas, no cabe duda. Pero tampoco se puede dudar de que sus raíces más profundas hay que buscarlas en la secularización interna, es decir, en el oscurecimiento o abandono de la Verdad de la fe en nuestras mismas vidas y empeños pastorales.

No se pueden esperar vocaciones sacerdotales cuando la imagen que se ofrece del sacerdote es la de un trabajador social o la de un psicoterapeuta, y no la de quien es antes que nada ministro del único sacerdocio de Cristo y de sus misterios de salvación, que liberan al ser humano de la muerte y del pecado y le abren a los horizontes infinitos de la Vida y del Amor eternos de Dios. No se pueden esperar vocaciones suficientes y duraderas a la vida consagrada cuando los religiosos y religiosas aparecen más como fieles al mundo que como testigos y servidores de lo único necesario a través de una vida de pobreza, castidad y obediencia cuyo sentido último es ser signo visible de la Vida eterna. No se puede contar con una verdadera revitalización de la espiritualidad y del apostolado de los laicos si para ello se emplean esquemas de organizaciones sociales o políticas que persiguen objetivos puramente mundanos de reivindicación y repartos de poder, desconociendo así la verdadera naturaleza de la vocación laical, que no es otra que la de la transformación de este mundo según el Evangelio. No se podrá, en fin, transmitir el testigo de la fe a las nuevas generaciones si lo que se les entrega son fórmulas de un humanismo más o menos moderno o postmoderno y más o menos teñido de una vaga religiosidad de confección heterogénea, en lugar de la única Verdad que nos salva: la del Amor de Dios revelado por Jesucristo, reconocido siempre de nuevo en y por su Iglesia.

La preocupante erosión de la fe

Los frutos del relativismo

2. 2. En segundo lugar, hemos de reconocer que la secularización interna de la vida cristiana, además de la mencionada evacuación de la Verdad de la fe, de consecuencias desertizantes tan graves para la vida de la Iglesia, lleva también consigo una profunda crisis de la conciencia y de la práctica moral cristiana que pone en peligro la unidad eclesial e imposibilita la obra evangelizadora. Las cartas encíclicas Veritatis splendor, de 1993, y Evangelium vitae, de 1995, lo han señalado con clarividencia teológica y pastoral.

Se ha introducido, también entre algunos católicos, el prejuicio de que la apelación a valores morales absolutos resulta incompatible con una antropología que estime en su justa medida el carácter libre y responsable del ser humano, así como con el respeto debido a la conciencia de cada uno. Bajo este influjo del relativismo historicista y de una concepción reductiva de la razón humana, no son pocos quienes, al menos en la práctica, niegan al Magisterio de la Iglesia una competencia verdaderamente normativa en las cuestiones morales y se limitan a concederle una función exhortativa y meramente superpuesta a la labor fundante de la moralidad que, según algunos, sería propia del puro discurso racional.No es extraño que, sobre la base de tales presupuestos, se sigan ofreciendo enseñanzas teológicas que están en contradicción con la doctrina de la Iglesia en materias que afectan a los derechos fundamentales de la persona humana y a la justa convivencia entre los hombres; con lo que se fomenta aún más el preocupante disenso eclesial (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum veritatis (1990), especialmente números 32-38).En las raíces de esta situación opera de nuevo una antropología reductiva, que poco tiene que ver con la visión cristiana del ser humano. El eclipse de Dios en la conciencia moderna ha conducido a una comprensión desmesurada de la subjetividad como fuente y fundamento de la verdad. En este marco, la libertad, entendida como fuente última de toda verdad, acaba por ser comprendida como dueña y soberana del mundo: carente de otra ley que no sea su propio proyecto. ¿Cómo admirarse luego no sólo de las violaciones particulares de los derechos de las personas, sino también del estilo de las concepciones y las prácticas del Estado tirano, desvinculado de cualquier valor y de cualquier norma que no sea su propia soberanía? El nacionalsocialismo y el comunismo han sido los exponentes más nefastos de este tipo de configuración del Estado. Pero las mismas democracias no escapan hoy a la amenaza, en Occidente y en Oriente, de poder ser manipuladas y de convertirse, por este camino, en amparadoras o encubridoras de actos y hábitos sociales que ponen en peligro -cuando no los quebrantan directamente- los derechos inviolables de la persona humana y de las instituciones originarias que la amparan.

2. 3. En estas circunstancias, la Iglesia ha de preguntarse a sí misma con serenidad y confianza, ante el Maestro crucificado y resucitado, sobre su propia situación y sobre las condiciones exigidas para que su testimonio sea verdadera fuente de esperanza y de vida para los hombres y mujeres de la Europa de nuestro tiempo. Lo que nos llevará a reconocer, en tercer lugar, que el debilitamiento de la Verdad de la fe y de la conciencia moral cristiana produce inevitablemente un debilitamiento de la capacidad evangelizadora de la Iglesia, la cual no se cohonesta con ciertas interpretaciones de la disposición para el diálogo y para el servicio.

Nada puede suplir a Dios

Diálogo sí; renuncia a los principios, no

No cabe duda de que la credibilidad de las Iglesias en la nueva Europa tiene como condición necesaria el que se consolide y cultive el diálogo y la cooperación entre las distintas confesiones cristianas y entre todos los que creen en Dios. Es más, también el diálogo serio y confiado con los no creyentes es absolutamente imprescindible en las sociedades democráticas y pluralistas (cf. Veritatis splendor 74 y Evangelium vitae 82a, 90, 95c). Ahora bien, el diálogo de salvación (cf. Pablo VI, encíclica Ecclesiam suam 39) de los cristianos entre sí y de la Iglesia con el mundo se presenta como una empresa exigente y delicada que sólo dará frutos valiosos si no se prescinde de la Verdad evangélica y no se la pone sistemáticamente entre paréntesis. No son pocos los asuntos de vital importancia en el debate público de nuestros días en Europa que resultan con cierta frecuencia, como escribía Pablo VI, hostiles y refractarios a un amistoso coloquio (Ecclesiam suam 5). Pensemos en los problemas de la investigación con embriones humanos o de su destrucción sistemática; del aborto y de la eutanasia; de la recta concepción del matrimonio y de la familia; de las drogas o del tráfico de armas. En algunos de estos asuntos existen normativas de los Estados o de los organismos europeos en abierta contradicción con la visión cristiana del hombre y del mundo. Será necesario no cejar en el diálogo paciente y constructivo. Pero el presupuesto de un tal diálogo no podrá ser, como también algunos católicos parecen pensar, el pluralismo relativista, es decir, la renuncia, incluso teórica, a todo principio en aras de acuerdos meramente pragmáticos.

Algo semejante se puede decir también de la disposición para el servicio en los diversos campos en los que la solidaridad humana y la caridad cristiana exigen la presencia de los discípulos de Cristo. Gracias a Dios, no son pocos los que empeñan voluntariamente su tiempo y sus recursos, y aun sus vidas, en servicios de promoción y de asistencia de muy diversos tipos. Las organizaciones eclesiales de caridad y de promoción de la justicia entre los marginados de nuestras sociedades y entre los pueblos de Europa y los más pobres de otros continentes trabajan con admirable y encomiable dedicación. Sin embargo, la tentación de la secularización interna llega también hasta aquí. Será necesario atender a que las labores de voluntariado y sobre todo las organizaciones eclesiales de caridad no acaben por convertirse en unas organizaciones no gubernamentales más, cuya identidad y criterios cristianos de actuación queden desdibujados o se esfumen en la pura actividad humanitaria. Los servicios prestados por personas y organizaciones católicas cuanto más reflejen la doctrina moral de la Iglesia relativa a la dignidad de la persona y al sentido verdadero de la sociedad y del bien común, más fecundas serán en la erradicación de las verdaderas causas de la pobreza y de la marginación. No es menos claro que sólo la adecuada integración orgánica en las estructuras eclesiales parroquiales, diocesanas y supradiocesanas, así como la radicación en la vida espiritual y sacramental de la Iglesia podrá vitalizar las acciones y las instituciones de servicio y de cooperación, haciendo de ellas testimonios vivos de la caridad y de la esperanza que demandan hoy nuestros hermanos europeos, en especial los menos favorecidos: la esperanza que no defrauda (cf. Rom 5, 5) y brota de su fuente perenne, que es Jesucristo (cf. Juan Pablo II, encíclica Redemptor hominis 13).