«Mientras tenga voz, gritaré: ¡Paz en el nombre de Dios!» - Alfa y Omega

«Mientras tenga voz, gritaré: ¡Paz en el nombre de Dios!»

¿Por qué se ha sometido Juan Pablo II a un nuevo viaje agotador, a pesar de sus 82 años y de sus achaques, para visitar dos países en los que el número de católicos es realmente minoritario, por no decir ínfimo? El Pontífice respondió a esta pregunta al comenzar su viaje a Azerbaiyán y a Bulgaria, del 22 al 26 de mayo, con una frase inesperada: «Mientras tenga voz, gritaré: ¡Paz en el nombre de Dios»

Jesús Colina. Roma
Juan Pablo II durante su encuentro con el jefe de los musulmanes del Cáucaso, con el obispo ortodoxo de Bakú y con el Presidente de la comunidad judía, en Bakú

La visita apostólica internacional número 96 de estos casi 24 años de pontificado comenzó en el Cáucaso, en Azerbaiyán, uno de los países con el menor número de católicos del mundo (no llegan a los doscientos).

Bakú, la ciudad del viento, dispensó al Pontífice una acogida muy diferente a la que se han habituado los periodistas que han acompañado al Papa en sus visitas apostólicas: la nota dominante fue el respeto y la solemnidad con la que los casi ocho millones de habitantes del país siguieron por televisión y por los medios de comunicación su visita.

Atrás quedaban los encuentros multitudinarios típicos de sus peregrinaciones. En el ex soviético Azerbaiyán, en el que el 93,4 % de la población es musulmana, la gente comprendió muy bien a qué venía el Pontífice. Lo dijo en declaraciones a la prensa una de las conciencias vivas del país, Eldar Guliev, 64 años, considerado como su más destacado director de cine: «El Papa puede hacer resurgir la auténtica alma azerí —explicó—, lejana a todo radicalismo religioso y político, inmune al nacionalismo, abierta a todos».

El Papa bendice a los niños durante la ceremonia de bienvenida en el aeropuerto de Sofía, en Bulgaría
El Papa bendice a los niños durante la ceremonia de bienvenida en el aeropuerto de Sofía, en Bulgaría

Una campaña diferente contra el terrorismo

Después de los atentados del 11 de septiembre, el Santo Padre continuó con su campaña de lucha contra el terrorismo, que tuvo su momento cumbre en Asís el 24 de enero pasado. No se basa en la respuesta a la violencia con la violencia, sino en la desarticulación de las razones de fondo en que se amparan los violentos.

«He venido a Azerbaiyán como embajador de paz —dijo el Pontífice al encontrarse con los representantes religiosos, artísticos y culturales de esas tierras—. Mientras tenga voz, gritaré: ¡Paz en el nombre de Dios. Y si a una palabra se le une otra palabra, nacerá un coro, una sinfonía que contagiará los espíritus, extinguirá el odio, desarmará los corazones».

Nada más aterrizar en Bakú, el cuerpo frágil del obispo de Roma, que ahora se sirve de un ascensor para bajar del avión, dijo en presencia del Presidente azerí Heidar Aliev, ex comunista soviético, quien luchó durante años para llevar a sus tierras de visita al Pontífice: «Nadie tiene derecho a invocar a Dios para encubrir sus propios intereses egoístas».

Azerbaiyán es el vigésimo cuarto país de mayoría islámica visitado por Juan Pablo II, pero es el primero de población chiita, corriente que en el Islam se desmarca de la sunita por tener una concepción moderada de las relaciones entre la religión y la vida pública.

En su misión de heraldo de paz, la escala de unas 25 horas en Bakú tenía para el Papa un objetivo preciso: la reconciliación con la vecina Armenia, república con la que Azerbaiyán se encuentra en guerra fría, después de que se enfriara la guerra abierta desencadenada tras el derrumbe de la Unión Soviética.

El motivo de la contienda es el enclave de Nagorno-Karabaj (territorio azerí poblado en su mayoría por armenios). A inicios de los años noventa, el enfrentamiento armado, que dejó 20 mil muertos, arrebató a Azerbaiyán casi el 20 % de su territorio; tuvieron que, además, acoger a 750 mil refugiados que huyeron de los enfrentamientos. Fue el primer conflicto interétnico entre países del bloque ex comunista, que precedió a la catástrofe de Yugoslavia.

El Pontífice había visitado el año pasado Armenia, y como suele suceder en estas ocasiones, las malas voces habían hablado de una preferencia del obispo de Roma por los cristianos armenios, en detrimento del pueblo azerí musulmán. Su visita no sólo ha barrido este prejuicio, sino que, además, impulsa decididamente la reconciliación entre las dos Repúblicas, que, a diferencia de lo que ha sucedido en los Balcanes, tras la tregua de 1994, no querían dar ulteriores pasos de acercamiento.

Antes abandonar el país, el Pontífice se encontró con un grupo de refugiados azeríes, provenientes de Nagorno-Karabaj, y, tras haberse informado sobre su situación, les dejó un donativo de 108 mil euros.

Como es obvio, el otro motivo principal de este viaje apostólico era la visita a los católicos del país, una comunidad que parecía haber sido eliminada por Stalin, quien en los años treinta deportó al párroco y destruyó la iglesia para transformarla en centro recreativo del KGB. El resurgimiento de esta comunidad tuvo lugar en 1998, cuando el Papa confió a los religiosos salesianos la atención pastoral de los católicos que quedaran en el país, de quienes no se sabía mucho. Algunos mantuvieron la fe durante décadas y décadas, a pesar de que no tenían un solo sacerdote ni un templo. De hecho, los católicos se confesaban y acudían a recibir la comunión a la iglesia ortodoxa, que en estas tierras, a pesar de que depende del Patriarcado de Moscú, es sumamente respetuosa.

«Vosotros, queridos hermanos y hermanas —les dijo el Papa durante la misa celebrada el 23 de mayo en el Palacio de los Deportes—, habéis visto vuestra religión ridiculizada como fácil superstición, presentada como un intento de huir de las responsabilidades del compromiso en la Historia. Por este motivo habéis sido considerados como ciudadanos de segunda clase y habéis sido humillados y marginados de muchas maneras».

La visita pontificia ha dejado a estos católicos un regalo único: la bendición de la primera piedra de una iglesia que surgirá en el centro de Bakú. El terreno fue donado por el presidente de Azerbaiyán al Papa, en agradecimiento por su visita.

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Bulgaria: paz auténtica entre los cristianos

Los tres días que, después, pasó Juan Pablo II en Bulgaria tenían un objetivo evidente: promover la unidad con la Iglesia ortodoxa, que en este país, de algo menos de ocho millones de habitantes, reagrupa al 85,7 % de la población.

El Pontífice, particularmente desde que escribió la encíclica ecuménica Ut unum sint, en 1995, se ha propuesto la promoción de la unidad entre los cristianos separados en diferentes confesiones como una de sus prioridades, consciente de que la división es un escándalo que quita credibilidad al anuncio del mensaje evangélico.

Las escalas en Sofía y Plovdiv, las dos ciudades búlgaras en que se detuvo el Santo Padre, eran particularmente importantes, pues la Iglesia ortodoxa búlgara mantiene desde siempre históricas relaciones con el Patriarcado de Moscú, que en estos momentos se ha convertido en la única Iglesia ortodoxa abiertamente enfrentada contra Roma.

La primera sorpresa del viaje la dio el Patriarca Maxim, de casi 90 años, elegido en tiempos de pleno régimen comunista en 1971, quien a pesar de que en años anteriores se había opuesto a recibir al Papa, se saltó el programa establecido, y fue a recibirlo oficialmente en la ceremonia de bienvenida, que tuvo lugar en la estupenda plaza San Alexander Nevski, en Sofía. El ambiente, algo surrealista: la música que acompañó este encuentro estaba preñada de notas nostálgicas típicamente búlgaras. Sin embargo, la histórica plaza estaba llena hasta los topes, sobre todo de jóvenes. Y lo mismo sucedía por donde pasaba el Papamóvil, la gente se echó a las calles para acoger al primer Papa que visitaba el país.

Desde Bulgaria, el Pontífice lanzó incansablemente señales de reconciliación al Patriarca Alejo II. Ante los ataques de que son objeto los católicos desde la creación de cuatro diócesis en febrero (han sido expulsados un obispo y varios sacerdotes), el Pontífice regaló a los ortodoxos búlgaros la iglesia, del siglo XVII, de los Santos Vicente y Anastasio, situada cerca de la Fontana de Trevi, en pleno centro de Roma, para demostrar que en los países católicos los ortodoxos sí son bien recibidos.

Ante las acusaciones que sectores monacales de la Ortodoxia lanzan a Roma de herejía, Juan Pablo II se fue el sábado a visitar el monasterio más importante de los Balcanes, el de San Juan de Rila, para rendir homenaje a la contribución espiritual y cultural que la vida monástica ortodoxa ha ofrecido al mundo. Y allí alentó, con nombres y apellidos, el crecimiento que experimenta el monaquismo ruso.

En el encuentro oficial del Papa con el Patriarca búlgaro y con el Santo Sínodo, el metropolita ortodoxo Simeón, encargado de los fieles de Europa occidental, pronunció palabras conmovedoras: «Nosotros, los cristianos, tenemos que salvar juntos al mundo amenazado por el materialismo salvaje. Nosotros le estimamos, Santidad, y le consideramos como un apóstol», añadió antes de intercambiar con el Papa un abrazo de paz.

El obispo de Roma le respondió constatando que este encuentro es «signo de un progresivo crecimiento de la comunión eclesial. Ahora bien —añadió—, esto no nos debe hacer olvidar una franca constatación: Cristo Señor ha fundado la Iglesia una y única, pero nosotros, hoy, nos presentamos ante el mundo divididos, como si Cristo mismo estuviera dividido. Esta división no sólo contradice abiertamente la voluntad de Cristo, sino que es un escándalo para el mundo y daña a la santísima causa de la predicación del Evangelio a toda criatura».

Incluso en el momento dedicado por el Papa a los católicos, que en este país no superan los 80 mil, cuando beatificó en Plovdiv, el domingo, a tres mártires del comunismo, estaba presente significativamente el metropolita ortodoxo de la ciudad, Arsenij. Y los participantes en la misa, entre los que había algunos ortodoxos, a las palabras de la homilía de Juan Pablo II, respondieron con gritos como «¡Santo Padre, estamos contigo!»; o «¡Virgen Santa, gracias por nuestro Papa!».

Los búlgaros, tras constatar que Juan Pablo II no venía a hacer proselitismo, se volcaron en señales de aprecio por este Pontífice, cuando les tocó el corazón con dos gestos que sólo un búlgaro puede comprender.

El Papa Juan Pablo II acaricia la cara de un niño búlgaro en la plaza Alexander Nevski, en Sofía
El Papa Juan Pablo II acaricia la cara de un niño búlgaro en la plaza Alexander Nevski, en Sofía

Descalificación de la pista búlgara

Desde hacía 21 años, sobre la conciencia nacional del país pesaba la acusación de haber organizado el atentado contra Karol Wojtyla del 13 de mayo de 1981 en la plaza de San Pedro. El terrorista turco Alí Agca, autor del mismo, así lo había declarado a la Justicia italiana, que nunca pudo comprobar la pista búlgara. Más tarde, el mismo lobo gris se contradiría, cambiando de versión.

Al encontrarse el viernes con el joven presidente Georgi Parvanov, excomunista, el sucesor de Pedro dejó claro que «nunca ha creído en la así llamada pista búlgara, que acusaba a un pueblo al que ama y admira profundamente», según revelaría después Joaquín Navarro-Valls, director de la Sala de Prensa vaticana.

El exrey Simeón Saxe-Coburg Gotha, y actual Primer Ministro de Bulgaria, agradeció después públicamente estas y otras palabras del Papa, pues ha demostrado que «nunca ha dudado de nosotros. Esto es tan grande para nosotros que es difícil explicarlo», afirmó Simeón, quien se encontró ampliamente en privado con el Papa en el monasterio de San Juan de Rila.

Bulgaria agradeció, por último, las insistentes palabras pronunciadas en esos tres días, en las que el Pontífice pidió a la Unión Europea que no se olvide de su auténtica alma, que hunde sus raíces tanto en el Occidente como en el Oriente del viejo continente. Tras la caída de los muros, como dijo en varias ocasiones, el futuro pasa por la unidad europea, y no por nuevos muros. Queda por ver si ahora Bruselas y el resto de las capitales de los Quince sabrán escuchar sus palabras.

El viaje a Azerbaiyán —donde habló en ruso— y a Bulgaria de este Papa ha sido el que más espacio ha recibido en la prensa rusa. Hacer un balance definitivo, en estos momentos, sería una prematura osadía.