Comunicar esperanza y confianza - Alfa y Omega

Los discípulos de Cristo tenemos una Buena Noticia que contar, aun de diferentes maneras: que Dios nunca renuncia a ser Padre, en cualquier situación y con cada ser humano. El Año de la Misericordia que aún estamos celebrando nos ha recordado que «nadie está excluido del perdón y del amor de Dios», solamente hay que acercarse arrepentido a Jesús y con ganas de ser abrazado por Él. Jesús se nos ha revelado Misericordia. Él es encarnación definitiva del amor del Padre, es rostro de su misericordia.

¡Qué tarea más necesaria comunicar esperanza y confianza, abrir caminos y fortalecer diálogos! Ello solamente lo podemos hacer por, con y desde Jesucristo. El Concilio Vaticano II nos dice con claridad que «realmente el misterio del hombre solo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Pues, Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, de Cristo, el Señor. Cristo el nuevo Adán, en la nueva revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente al hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación» (GS 22). Lo peor que nos puede suceder a los discípulos de Cristo, la gran tentación en la que no podemos caer, es dejarnos apoderar por el espíritu del mundo. Es necesario que dejemos que la acción del Espíritu Santo entre de tal manera en nuestra vida y en la de Iglesia que aliente su vida, la fe de los bautizados y nos sitúe «firmes en la esperanza». La Iglesia es la comunidad de los discípulos de Jesucristo en la que se nos ha revelado el amor que da fundamento a toda esperanza, pues Él vino al mundo para que tengamos vida en abundancia.

Solamente podemos abordar esta tarea si situamos siempre nuestra vida y nuestras acciones ante Jesucristo. La semana pasada os decía el bien que nos hace situarnos ante el Crucifijo, hoy os digo: o ante al Santísimo realmente presente en la Eucaristía. Él toca nuestra vida y nos lanza a comunicar su vida nueva. ¿Cómo? Pues viviendo, diciendo y expresando con palabras y obras lo que el apóstol Juan dice con tanta hondura: «Lo que hemos visto y oído es lo que os anunciamos» (1 Jn 1, 3). Urge ser cauces de esperanza. Se necesitan maestros que den confianza; ingenieros con destreza y creatividad para abrir nuevos caminos, que fortalezcan y posibiliten el diálogo; médicos que ensanchen el corazón y así puedan darse noticias donde todos caben y donde todos son importantes, donde no se ahogue la esperanza; dirigentes que den espacio a todos y posibiliten que todos puedan participar en el foro…

Aun a riesgo de resultar atrevido, me gustaría haceros una pregunta: ¿os habéis dado cuenta de que la tarea de dar esperanza y confianza, de abrir caminos y fortalecer diálogos, es la misión irrenunciable que nos ha dado Jesucristo y que ello solamente lo podemos hacer desde la comunión con Él? «Es una relación con Aquel que se entregó a sí mismo en rescate por nosotros» (cf. 1 Tim 2, 6). ¡Qué transformación más maravillosa! ¡Qué fuerza más apasionante para cambiar este mundo! Estar en comunión con Jesús nos hace participar en su ser para todos, hace que este sea nuestro modo de ser, nos compromete en favor de los demás. Pero solo estando en comunión con Él podemos ser para todos.

El antídoto para la desesperanza, la desconfianza, el cierre de caminos y la falta del diálogo entre los hombres es la familia. Ya en su inicio vemos que «Dios, que es amor y creó al hombre por amor, lo ha llamado a amar. Creando al hombre y a la mujer, los ha llamado en el matrimonio a una íntima comunión de vida y amor entre ellos, de manera que ya no son dos, sino una sola carne» (Catecismo de la Iglesia Católica, 337). Veamos por qué hoy debe seguir siendo protagonista:

1. Una institución, la familia cristiana: en la que el amor de Jesús es protagonista de todas las relaciones que se dan entre sus miembros. Nadie permanece desconocido, todos viven para los otros, todos saben el puesto que ocupan y la misión que tienen, todos viven para darse, todos se perdonan; las relaciones, el prestigio y el lugar no son ganados por lo que cada uno vale, sino por lo que cada uno es. En todos se vive la experiencia de ser salvados por Jesús, de ser construidos por Él con su gracia y su amor, de sabernos contemplados por Él, de saber que Él quiere y desea que reproduzcamos su vida en nosotros, la que Él nos ha regalado en el Bautismo. Él es quien nos mueve a amar siempre y en todas las situaciones, a salir de todos los atolladeros viviendo los unos para los otros. La familia se convierte en río de esperanza, en jardín de confianza, en buscadora de caminos para todos –quienes la forman y quienes se acercan a ellos–, en foro permanente de diálogo fraterno, de comunicación en el amor.

Necesitamos volver a Nazaret para contemplar el silencio y el amor de la Sagrada Familia, que es modelo de vida de toda familia cristiana: fidelidad de un hombre y una mujer para toda la vida consagrada por la alianza conyugal y abierta al don divino de nuevas vidas. Aquí está lo fundamental, la entrega total de unos a otros y que la imagen del Dios Creador se hace presente en la procreación que es dar de sí mismo nuevas vidas. En la familia a cada persona se la valora por sí misma, desde el niño más pequeño al familiar más anciano, a nadie se le ve como medio para conseguir otros fines. La familia es el grupo en el que el desarrollo integral de todos los aspectos del ser humano se realiza más plenamente, todo se hace y es en gratuidad. Como decía san Juan Pablo II: «La familia es la cuna de la vida y del amor».

2. Desde las cuatro realidades que la componen: esposos, niños, jóvenes, ancianos. ¡Qué belleza alcanzan dos vidas, la de un hombre y una mujer, que se comprometen de por vida y que se abren a la transmisión de la vida! Lo hacen desde un sí incondicional y sin reservas a la vida, un sí al amor y un sí a las aspiraciones del corazón. El matrimonio es el lugar primario de humanización, que cuando vienen los hijos se convierte en lugar primario de humanización de cada persona que lo compone y de la sociedad.

Desde antiguo, a los niños se les ha considerado un bien precioso para la sociedad, a quienes se les debe reconocer la dignidad humana que poseen plenamente desde su concepción. ¡Qué contemplación podemos hacer en el niño que está aún en el vientre de la madre o en el niño recién nacido! Ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y, cuanto más débil aparece, más valioso es ante la mirada del hombre. Dios se hizo niño, dependiente, débil, necesitado de amor. Cada niño reclama nuestro amor. Pensemos en los niños maltratados, víctimas del sufrimiento, de la injusticia, de la explotación, en los forzados a migrar, en los afectados por la pobreza…

Los jóvenes, a los que tanto hay que ayudar, hoy son los descartados. ¡Cuántos se encuentran sin trabajo! ¡Cuántos tienen cosas, pero no tienen la mirada y el amor que necesitan para ser felices! Nunca dudemos en proponer a los jóvenes explícitamente el ideal del Evangelio, la belleza de la escuela de Cristo. Y esto hemos de hacerlo sin glosas y sin componendas. Invitemos a los jóvenes a construir un mundo sin descartes, derribando muros, a vivir el compromiso de los más necesitados.

Los ancianos, a quienes la actual mentalidad eficientista tiende a marginar, dando una imagen de alguien que es una carga o un problema para la sociedad. Son necesarios, tienen la experiencia, la historia, la carga de humanismo que da la experiencia de la vida. Cuidémoslos. No son carga, son un don. Cuando les van faltando las fuerzas mueven nuestro corazón a vivir el amor. No caigamos en la tentación de desentendernos de ellos.

3. Tomándose muy en serio la tarea de la educación. Una educación auténtica necesita la cercanía y la confianza que nacen del amor. La primera y fundamental experiencia de amor que hacen los niños, la que marca para siempre su vida, es con sus padres. Todo educador sabe que debe dar algo de sí mismo (por eso los mejores son los padres) y que, solamente así, ayuda a los alumnos a superar egoísmos y los capacita para un amor auténtico. Si esto vale para todos, ¿qué será para un padre y una madre?

La tarea educativa debe ser integral, no solamente técnica o profesional, tiene que comprender todos los aspectos de la persona, desde su faceta social, hasta su anhelo de trascendencia que se percibe en la noble manifestación del amor.